Existen grupos que persiguen la revolución y están dispuestos a usar la violencia en política, porque creen que así advendrá el paraíso en la tierra y el “hombre nuevo”, perfecto y purificado de todas sus miserias. Ellos están dispuestos a pagar cualquier costo, tanto en términos de libertad como de prosperidad, para alcanzar su utopía.
Sin embargo, la mayoría de los chilenos compartimos los mismos objetivos para nuestro país: vivir en paz y sin violencia; mejorar las condiciones materiales y la calidad de vida de todos los chilenos; asegurar cada vez mejor acceso a la salud; un retiro en la vejez que permita a todos cierta tranquilidad económica; y, sobre todo, un sistema educacional que posibilite a cada uno desarrollar la totalidad de sus talentos, para así construir una estructura social donde sea el mérito propio, y no el origen, el que determine el lugar de destino. Sabemos, igualmente, que para todo eso se requiere aumentar la riqueza del país y que ello exige crecimiento económico, mejores trabajos y mayor productividad.
Una pregunta interesante es ¿por qué quienes perseguimos los mismos fines —tal vez con distintas prioridades y énfasis— tenemos tan profundas diferencias respecto a cuáles son las mejores políticas públicas para hacerlos realidad? En efecto, unos tienen el convencimiento de que es a través de la intervención de los gobiernos, de la regulación minuciosa y extensiva y de la ingeniería social comandada desde arriba, que se construye un orden social justo. Otros son más escépticos y creen que la liberación de la creatividad humana es un requisito indispensable en cualquier proyecto de progreso y que las funciones de los gobiernos no deben incluir aquellas que los individuos y la sociedad civil pueden ejercer por sí mismos.
Pues bien, hay premisas subyacentes a estas dos visiones. Una visión concibe la naturaleza humana como una tabula rasa, una hoja en blanco, sobre la cual se puede escribir cualquier cosa y con ello desatar la generosidad y el altruismo que supuestamente le son consustanciales, pero que ha sido pervertida por un sistema inmoral e injusto.
La otra considera que la naturaleza humana está constreñida por su biología y su historia en la evolución humana y que, en consecuencia, los sistemas sociales y políticos deben ser construidos tomando en cuenta estas realidades. Cree que es la ambivalencia de nuestra condición la que nos hace ser a la vez egoístas y altruistas, cooperadores y competitivos, generosos y codiciosos; por eso, necesitamos de incentivos para fomentar lo bueno y subyugar lo malo. Los políticos y los burócratas, por su parte, comparten esa misma naturaleza dual y, en consecuencia, muchas veces sus actos no cumplen sus propósitos declarados, y además producen efectos colaterales negativos.
De esta concepción de seres humanos sometidos a limitaciones intelectuales y morales que les son inherentes se deriva el escepticismo respecto a la posibilidad de imponer un orden social perfecto, no solo porque es inalcanzable, sino por los costos asociados a su implementación. Una gran interrogante es: ¿Qué visión de la naturaleza humana prevalecerá a la hora de escribir una nueva Constitución?