La muerte —a fines de febrero— del gran poeta suizo Philippe Jaccottet, poeta residente en Grignan, una localidad de la Provenza francesa, prácticamente pasó desapercibida en los medios de comunicación. Eso, probablemente, lo habría alegrado. Nada más lejos de su poesía que la vociferación o el grito, que son lo que muchas veces conquista más fácilmente a los lectores de hoy, acostumbrados a navegar en medio del ruido y la furia.
Jaccottet habló del tono de la poesía que a él le interesaba llamándola un “rumor a ras de tierra”. En uno de los poemas de su libro “El ignorante”, describe una plegaria de un hombre, en esa hora incierta entre la noche y el día, una plegaria dicha junto al cuerpo de su mujer dormida a su lado, una oración pronunciada en voz baja para no despertar a su amada y tampoco a los fantasmas que se apiñan a esa hora contra las ventanas. La oposición entre esa plegaria al borde del silencio y un mundo agitado y devastado afuera (Europa venía recién saliendo de la guerra) estremece al lector sensible y atento: “una plegaria en la agitación de las ciudades/ al final de la guerra, cuando afluyen los muertos...”. El poema (y plegaria) termina con el despunte delicado del alba: “Para que el alba, con su tenaz ternura/ (...) borre mi propia fábula/ y oculte mi nombre con su fuego”. El poeta no escribe para reafirmarse a sí mismo, sino para borrarse. Lo que importa no es la “propia fábula”, sino la fábula del mundo y la naturaleza que el poeta debe escuchar y acoger en sus versos.
Es lo que hizo Jaccottet por décadas, en sus largas caminatas por el paisaje pedregoso de Grignan, atento al milagro de las flores silvestres del camino, el paso cambiante de las nubes y la tibieza reconfortante de la luz de invierno. Los títulos de sus libros colocan ese mundo en el centro de su obra: “Pensamientos bajo las nubes”, “El paseo bajo los árboles”, “Bajo la luz de invierno”. Ninguna referencia a su subjetividad, sus angustias personales, todo aquello que es hoy el centro de una parte importante de la literatura, en que el ombliguismo y la autorreferencialidad del sujeto que escribe bordean el narcisismo, un sello de nuestro tiempo. Es cosa de mirar las redes sociales para darse cuenta cuántas veces aparece nombrada, gritada, repetida, la palabra “yo”. El sujeto moderno es un exhibicionista de sus éxitos (narcisismo del ganador, del winner) o de los abusos de los que ha sido víctima (narcisismo de la victimización). Ese sujeto vive en permanente estado de selfie; todo lo contrario de este poeta de 90 y tantos años cuyo objetivo fue invisibilizarse para escuchar los fenómenos más delicados y frágiles, que requieren una atención especial.
Hoy vivimos en constante dispersión (la distentio, la llamaba San Agustín), requeridos por flujos de información e hipercomunicación que nos distraen del sutil tejido del mundo. Jaccottet se definía a sí como un “caminante encorvado por las dudas”, un poeta que debe vigilar “como un pastor y convocar/ todo lo que podría perderse si él se duerme”. El poeta no enciende fogatas ni antorchas, menos aún lámparas (nuestro mundo está cegado por las lámparas), es solo un hombre “que se esfuerza de rodillas/ en reunir contra el viento su mísera lumbre”. A diferencia de la técnica, que nos da la ilusión de sentirnos dioses, la poesía no quiere dominar nada: ella se pone al servicio del milagro de la tierra, del “humus” (de esa bella palabra viene “humildad”). Es una de las formas de ese pensar meditativo que se demora junto a las cosas, a diferencia del “pensar calculante”, que pasa por encima de ellas, ignorando lo que no puede ser convertido en cifra o algoritmo.
Jaccottet, maestro de la escucha y la atención plena, nos ha dejado —al partir— no su propia fábula (sus memorias), sino su canto del mundo, la poesía, necesaria y urgente hoy, pues “insegura de durar/ es ella quien canta/ las distancias de la tierra”.