La ciudad está abarrotada de peregrinos que quieren cumplir la ley de Moisés y realizar el sacrificio en el templo como todo judío piadoso: entregar un buey o una oveja –los ricos– y una paloma los pobres. También los votos, sacrificios que se ofrecían en todo tiempo. Además –llegado a los veinte años–, todo israelita debía entregar medio siclo cada doce meses. Como no se permitía la moneda romana, eran necesarios los cambistas para conseguir la moneda del templo.
Todo esto se hacía para facilitar la piedad de los peregrinos. Los sacerdotes habían permitido instalar puestos de venta y de cambio en el “atrio de los gentiles” del mismo recinto.
Jesús había visto este triste espectáculo desde muy niño, “encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados” (Juan 2,14). Y es ahora cuando, con “un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas” (Juan 2,15).
¿Pero qué pasó con el profeta de la caridad? ¿Por qué esa ira, esa reacción tan poco templada? ¿Se le olvidó perdonar? ¿No es el momento para dar una nueva oportunidad? Si a uno le dijeran: imagínate una escena de Jesús enojado, muchos elegirían esta… y se equivocarían, porque ninguno de los evangelios dice que está enojado o fuera de sí.
Sí, es evidente que actúa ante un abuso gravísimo con energía y convicción: “Quiten esto de aquí: no conviertan en un mercado la casa de mi Padre” (Juan 2,16). Este hecho en la vida del Señor también es ejemplar, es decir, un modelo de actuación para todo bautizado cuando están en juego las cosas del Señor: “el celo de tu casa me devora” (Juan 2,17).
¿Cómo compaginamos esta escena con las palabras de Jesús: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11,29)? Contemplando la vida del Señor, vemos que por amor es preciso dominar la ira y los enfados. Pero moderar no quiere decir suprimir siempre, porque el manso no es al que nunca nada lo afecta, sino el que padece o soporta cuando lo reclama el amor a Dios.
Jesús nos da ejemplo de serenidad ante las insidias de fariseos, escribas, Herodes, Pilato, etc., y nos muestra que la caridad necesita de la mansedumbre. Da ejemplo de ella no solo cuando sufre mansamente las afrentas de la Pasión “como cordero llevado al matadero” (Isaías 53,7), sino también cuando expulsa a los vendedores del templo enseñando a actuar con decisión y energía santa ante el mal.
La caridad precisa de la mansedumbre para saber corregir oportunamente, sin perder la serenidad. Decía san Josemaría: “No reprendas cuando sientes la indignación por la falta cometida. –Espera al día siguiente, o más tiempo aún. –Y después, tranquilo y purificada la intención, no dejes de reprender. –Vas a conseguir más con una palabra afectuosa que con tres horas de pelea. –Modera tu genio” (Camino, 10). El Señor esperó –dio una nueva oportunidad– hasta el último año de su vida aquí en la tierra.
Paradójicamente, Jesús en la expulsión de los mercaderes nos da un ejemplo de mansedumbre y de amor: “Bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra” (Mateo 5,5). Y un mercader sensato, mientras busca sus monedas esparcidas por el atrio, nos diría: todo esto lo hizo Jesús por mí.
El amor verdadero exige salir de sí mismo, entregarse con energía; si no, la comprensión y el cariño se convierten en complicidad y egoísmo. Pidámosle al Señor, en este tiempo de cuaresma, que no nos quedemos en lo fácil, en el “buenismo dulzón”, en una caridad que se parece más a la indiferencia que al verdadero amor que Jesús nos tiene.
“Encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas, les dijo: Quiten esto de aquí: no conviertan en un mercado la casa de mi Padre”.
(Juan 2,14-16)