Ahora que la pandemia parece ceder terreno a los admirables avances de la ciencia y de la diplomacia global, virtudes de la modernidad que nos toca vivir, podemos dar una mirada retrospectiva a ese singular año pasado. Es un momento en todo caso cíclico en la historia del ser humano, en que volvemos a ser diminutos frente a las fuerzas de la naturaleza, no obstante –o tal vez a causa de– la gregaria inteligencia de la especie. Año de temores colectivos, de incertidumbre, descubrimientos, dolores y esperanzas; año de soledad y recogimiento.
Cuando supimos que habríamos de pasar encerrados un período indeterminado, pero largo, en pleno invierno, sin más contacto con el mundo exterior que nuestras ventanas sobre las calles vacías y los artefactos que nos sirven para comunicarnos a distancia, y cuando comenzamos a sentir los efectos de esa extraña rutina impuesta puertas adentro, en que la frontera entre el trabajo formal y la vida doméstica se disolvía, en que los espacios íntimos se superponían y a veces con fricción, buscamos en nuestro alrededor quiénes más, de nuestra confianza, estarían en una situación similar como para compartir las vicisitudes del encierro. Nos propusimos establecer lo que se ha llamado una “burbuja de cuarentena”, pequeño grupo que interactúa socialmente de manera exclusiva, para así equilibrar las necesidades afectivas de la clausura con las precauciones sanitarias. Es así como fuimos dos parejas de un mismo edificio que nos reunimos sagradamente para almorzar juntos cada día domingo durante dieciséis semanas. La sosa rutina de los días de trabajo, en atuendo informal, largas horas frente a la pantalla, de pronto tuvo la semanal meta de un encuentro con otros, para intercambiar opiniones y conversar de otros universos, para presentarnos adecuadamente (pulcros y con zapatos, camisas y cinturones) en señal de respeto al otro y sobre todo de dignidad frente al mundo en la adversidad. Pero lo más importante fue prepararnos, alternadamente los dos hogares, para recibir a nuestros amigos, cómplices y confidentes de cuarentena, cada cual estudiando las recetas y cocinando tales entremeses, platos y postres que jamás se repitieran (y siempre se superaran) en los cuatro meses de nuestro redentor experimento de urbanidad.
Porque eso fue: nuestra común salvación. Nuestra cuota de cordura y alegría gracias a la perspectiva de uno mismo que solo un amigo puede dar. El bálsamo de los afectos compartidos y de la generosidad en tiempos difíciles. Cuando ya se anunciaba el fin próximo del encierro, debimos convenir, con anticipada nostalgia, que dejaríamos de reunirnos como de costumbre, para volver a encontrarnos con nuestras familias y el mundo exterior. El último domingo nos sacamos una foto, los cuatro juntos, copa en mano, sabiendo, cada uno de nosotros, que por dieciséis semanas habíamos sido más humanos que nunca.