Nuestras vidas están siempre balanceándose entre la esfera de lo público y lo privado. Lo ideal para mí, siempre lo he pensado así, es que la esfera de lo público tenga una calidad tal que no perturbe ni interrumpa el desenvolvimiento de nuestros proyectos y anhelos privados. No las veo como opuestas y pienso que esa vida propia incluye la atención y toma de posición acerca de los aspectos esenciales que atañen a la comunidad de que formamos parte, atención que siento debe considerar el punto de vista de los otros y no solo el mío.
Por la experiencia de mi familia —que vivió las penalidades de la Segunda Guerra Mundial— y la mía, que, como tantos otros, vivieron, más o menos de cerca, la disrupción completa de la concordia nacional del período de los 70 al 89, le tengo quizás un desmesurado miedo a la discordia (la aparición de dos corazones donde debe haber uno, según una definición de Ortega y Gasset) y, para qué decirlo, a la guerra, esa discordia armada entre pueblos. En esos escenarios, la esfera de lo público —enferma, quebrada, dominada por la rabia y el odio— se atraviesa y golpea la vida privada, a aquella esfera de lo propio y personal, la trastoca, desvía y disgrega según sus tiránicos y a veces inescrutables intereses. Es el tema de la gran novela histórica, cuyo sentido, precisamente, no es poner a actuar a los personajes en un escenario de otra época que se busca recrear con verosimilitud. La novela histórica —Guerra y Paz, El Gatopardo, El agente secreto, Rojo y negro— pone en juego las tensiones, conflictos y desgarros que en esos casos provoca el entrechoque del destino individual y colectivo.
Los líderes políticos deberían siempre tener a la vista el valor de la paz y la concordia y pensar permanentemente en las razones que en el seno de una comunidad pugnan por quebrarla para buscar removerlas. La inestabilidad socioeconómica, que puede ser la antesala sintomática de la discordia futura, no es por lo común solo la responsabilidad de un pequeño grupo de complotados. Es fácil pensarlo así y acotar un enemigo es una forma de ahorrarse el trabajo político propiamente tal: identificar aquellos puntos del orden actual —los que frecuentemente se remontan a un pasado histórico remoto— que requieren ser removidos porque sin esa remoción la paz resulta un pago demasiado oneroso para los grupos no privilegiados.
La reflexión y la acción sobre la paz y la concordia en una comunidad política no deberían confundirse con el orden público, siendo aquella un bien muy superior a este. Trabajar para la paz es, pues, crear las condiciones objetivas para que todos puedan desplegar sus legítimos y diversos proyectos de buena vida.