Tal vez algunos de quienes admiran el espacio de encuentro familiar y aprendizaje inducido por los cierres de escuelas y las cuarentenas no se han informado lo suficiente sobre cómo es estar encerrado por días enteros con niños chicos. La situación se hace difícil incluso para quienes no trabajan. La energía infantil, más aún que la adulta, necesita de espacio y, por adorables que sean, los niños a tiempo completo pueden ser extenuantes. Una encuesta aplicada antes de la pandemia a personas con hijos menores de 18 años en Estados Unidos (donde hay más datos) revela que para el 55% ser padre o madre es cansador parte del tiempo, para el 18% es cansador la mayoría del tiempo y para el 15% lo es todo el tiempo (Pew, 2015).
Para quienes tienen que trabajar, la situación puede ser cercana a imposible. Las redes de apoyo y la ayuda pagada también han estado menos disponibles, y pedirle a gente que trabaja que a la vez cuide de los niños y que encima los eduque, es simplemente demasiado. Las horas del día no alcanzan para que una o dos personas (uno o ambos padres) hagan lo que usualmente hacen al menos tres (los padres y al menos un cuidador o profesor). Además, la mayoría de los padres no son profesores y no tienen las capacidades ni la vocación para serlo; a veces tampoco las ganas.
Esta carga ha recaído desproporcionadamente sobre las mujeres. Cómo no, si un cuarto de la población cree que “la labor de un hombre es ganar dinero”, mientras que la de la mujer es “cuidar del hogar y la familia”, y otro cuarto no está de acuerdo, pero tampoco en desacuerdo (CEP, 2017). Muchas más mujeres que hombres se han visto obligadas a salir de la fuerza de trabajo: los últimos datos del INE muestran que la caída en la ocupación respecto del año anterior fue de 15% para las mujeres, comparado con 8% entre los hombres. Tristemente, la pandemia ha implicado un retroceso de más de una década en la incorporación de la mujer al trabajo.
El empeoramiento del estado de ánimo, respecto de la vida prepandemia, también ha sido mucho mayor entre las mujeres que entre los hombres (57 vs. 42%). En cuanto a síntomas depresivos, ellas tienen 19 puntos más (ACHS-UC).
La dimensión socioeconómica, por supuesto, también importa. No es lo mismo vivir el encierro con niños en una casa con jardín que en un departamento chico y a veces hacinado. No es lo mismo hacer de profesor para quienes tienen educación superior que para los que no terminaron la media. No es lo mismo pasar por esto con la capacidad de contratar ayuda que sin ella, sumado a la angustia permanente de cómo llegar a fin de mes.
Es cada vez más claro que los riesgos sanitarios de abrir las escuelas son mínimos. Una encuesta reciente del NYT a expertos en salud mostró un apoyo abrumador a la apertura inmediata (el 86% cree que no es necesario esperar las vacunas). Los efectos de mantener las escuelas cerradas en los niños —en su educación, su sociabilidad, su alegría— pueden ser graves y de largo plazo. Pero también por los padres y, sobre todo, por las madres, es urgente abrirlas ya.