Cada año, el segundo domingo de Cuaresma, se nos regala en la liturgia dominical el evangelio de la Transfiguración del Señor. Se trata de un texto conocido y muy querido por todos. Los que han peregrinado por Tierra Santa seguro conservan una emotiva experiencia en el monte Tabor que recuerda este acontecimiento. Pero, como todo el evangelio, sabemos que es un texto que va mucho más allá del relato histórico, y que para introducirnos en él necesitamos entrar en la simbología que el evangelista emplea, como lo son la montaña, la nube, la luz, los vestidos blancos, las tiendas, el miedo, Moisés y Elías, la voz de Dios… Hoy me quiero centrar en uno de ellos: la subida al monte.
El relato de Marcos se encuentra en la mitad de su evangelio, justo después de que Pedro reconoce a Cristo como el Mesías, y el Señor anuncia su muerte en la cruz y posterior resurrección. El relato bíblico quiere indicar el camino que debe recorrer todo aquel que sigue a Cristo, el camino que va de la muerte a la verdadera vida. En las primeras comunidades la imagen más propia de los cristianos no es la cruz, sino el ancla, el pez, el alpha y el omega, el pavo real, el pelícano o el crismón. Será en una época posterior cuando la cruz empieza a adquirir relevancia, convirtiéndose en el gran signo de la adhesión a Cristo. Este cambio requiere de una catequesis, pues no se trata de un signo de muerte, derrota y de ignominia, sino expresión del amor llevado hasta el extremo. La Transfiguración precisamente ayudará en esto, pues en Cristo transfigurado descubrimos que el verdadero triunfo no está en ganar batallas políticas o sociales, sino en el don de la vida por amor.
Creo que nos viene muy bien hoy recurrir a este relato bíblico. Vivimos tiempos complejos y desafiantes. Nuestro tiempo se desarrolla entre conflictos sociales, ecológicos, eclesiales, sanitarios, familiares y culturales, entre otros. A esto hay que sumarle la violencia que experimentamos en distintos escenarios de nuestra convivencia. En estos últimos días se vuelve a hacer patente el constante conflicto de La Araucanía, donde la violencia se apropia no solo de las tierras, sino de nuestros corazones. Me impresiona cómo la violencia termina despertando en nosotros también la violencia. El conflicto es muy complejo, muchas personas lo viven rodeadas de miedo, angustia, incertezas, desilusión y rabia. Es injusto, es cierto, y la autoridad sin duda que tiene el deber de detenerlo y buscar solucionarlo en su fondo. La pregunta que me hago es cómo hacerlo para no caer uno en la violencia.
Una respuesta puede ser acoger la invitación del evangelio a subir a la montaña, que es el lugar donde vive Dios, y dejarnos empapar de los pensamientos de Dios, de cómo ve la realidad y las personas. Es la experiencia de Dios, es la intimidad con Él la que derrama luz sobre nuestras vidas y nuestro mundo. Es una oportunidad para aprender a mirar la realidad desde ahí. Sabemos que en Dios hay una sola forma de mirarlo todo: amor y solo amor. No es que para algunas cosas yo tenga la mirada del evangelio y para otras me deje conducir por los criterios del mundo, de la violencia, el abuso y el poder.
La tentación, como la de Pedro, es querer quedarnos en la montaña, pues ahí experimentamos ese amor. Pero eso sería reducir la experiencia del amor de Dios a algo íntimo o privado, a algo solo religioso, pero que no transforma la vida ni el mundo. La vocación cristiana es volver al mundo y transformarlo todo desde esa experiencia de amor de Dios; es “bajar de la montaña” transfigurados en nuestra forma de vivir y de relacionarnos. Por eso creo que los cristianos tenemos hoy una importante tarea aportando una mirada distinta sobre la realidad y sus conflictos, una mirada desde el evangelio, una mirada donde la respuesta es una: amor y solo amor, pues así es nuestro Dios.
“De pronto,al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos”.
(Mc. 9, 8)