El consentimiento, primera novela de Vanessa Springora (París, 1972), ha sido ganadora de premios y es ahora un éxito de ventas en su país, en Estados Unidos y otras naciones. Springora es editora, escritora, cineasta, artista visual y hace tanto más que es imposible enumerarlo. Posee un magíster en Literatura Moderna otorgado por la Universidad de La Sorbona y se ha graduado en Cinematografía en el Instituto Nacional de Audiovisuales de la capital gala antes de funcionar en calidad de asistente editorial en Juillard, sello que encabeza desde 2019. Por si fuera poco, se ha traducido en un fenómeno social. Y la crítica ha sido extravagante con su opus uno: desde calificarlo como un libro mayúsculo, hasta describirlo cual faro que no ha terminado de irradiar su luz, una obra marcada con el hierro del exorcismo, que te deja en estado de shock, hasta definirla en calidad de acontecimiento literario hay un solo paso y tanto legos como especialistas no vacilan en darlo.
La verdad es que no es para tanto. Springora escribe bien;
El consentimiento no parece una primera ficción, y la autora exhibe oficio, es entretenida, se mueve bien en el mundillo de las letras y los cerrados círculos que se encargan de decirnos como una cantilena que nada en el mundo es comparable con lo que se produce en Francia y concretamente en París. De hecho,
El consentimiento descansa en gran medida en esa presunción y pocos títulos se han publicado con tantas alusiones a escritores y escritoras que han constituido nuestra mentalidad, desde los cuentos infantiles de los hermanos Grimm, Lewis Carroll, las historietas y muchos más considerados para lo que nuestros abuelos creían “personas con criterio formado” (y la censura, “solo para mayores”), vale decir Balzac, Flaubert, las hermanas Brontë, Dickens, hasta Henry James y, claro, el Marqués de Sade, Leopold Sacher-Masoch y toda la vasta producción victoriana para no hablar de los artistas “degenerados” prohibidos durante el Tercer Reich y todo el arte producido a partir de la generación Beat. O para no referirnos a los escándalos de Oscar Wilde y la generación de pornografía que tal como sucedió con la novelística policial surgió a raíz de los bajos precios que alcanzó el material impreso.
El consentimiento es un texto autobiográfico y la protagonista, que se hace llamar solo V, no es otra que la misma Vanessa Springora. Con apenas trece años traba conocimiento con Gabriel Matzneff, un temperamental narrador que la aventaja en medio siglo. Al comienzo, él solo plantea el asunto como algo inocuo: solo se trataría de una amistad platónica, nada que pueda presumir las suspicacias de nadie que a poco, deviene un experimentado romance y G un experto, un sibarita en materias eróticas. V —que proviene de una familia de la Bretaña pobretona de valores tradicionales, a excepción de la madre, quien inculca en su hija la pasión por leer y escribir— se considera fea, flaca, con cero atractivo, una desheredada de los atractivos femeninos. Sin embargo, Gabriel que para variar, se denomina G, la convence de todo lo contrario y V acepta feliz de la vida su condición de esclava del amor sometida a los designios de un depredador cínico y carismático. V, por cierto, tiene una imagen idealizada del mundo de los literatos y los ámbitos intelectuales: educada en provincias proveniente de una familia de pocos recursos y cero intelectual, se imagina que el medio de G es todo glamour, fiestas y un estado permanente, tomar cruceros de lujo, vivir en premiaciones, homenajes y el resto de esa parafernalia tan fraudulenta. Para ella, la palabra pedofilia no existe —bueno, tampoco existía hasta hace poco—, en circunstancias que, desde donde quiera que se lo mire, el suyo es un vínculo de esta naturaleza. Quizá lo que más ha llamado la atención del público y la crítica es esta especie de apoyo complejo, ambiguo, repleto de citas y extraño de esta abierta aberración.
Las palabras iniciales de
El consentimiento nos dicen: “Estoy en los albores de mi vida, virgen de toda experiencia, me llamo V, y a mis cinco años espero el amor. Los padres son una muralla para sus hijas. El mío solo es una corriente. Más que una presencia física, recuerdo el aroma a vetiver que impregna el cuarto de baño por la mañana: objetos masculinos aquí y allá, un reloj de pulsera, una manera de sujetar el cigarrillo, una forma de hablar irónica…”. Fuera de la tempranísima fijación edípica, la obsesión erótica y lo que se solía denominar complejo de inferioridad, aparte del egoísmo, el significado último de
El consentimiento se encuentra en una frase de Proust transcrita como epígrafe en este capítulo: “Nuestra sabiduría empieza donde termina la del autor”.