Margaret MacMillan ha publicado un nuevo libro, crucial: “War: How conflict shaped us”, que ofrece una lúcida discusión sobre la forma en que la guerra ha influido en la sociedad, su cultura y sus instituciones políticas. Hay aspectos de su obra que detonan grandes resonancias en quienes, como nosotros, enfrentamos una nueva forma de guerra (pero guerra, al fin) en La Araucanía, con sus secuelas de destrucción y terror.
¿Qué papel ocupa la violencia en la naturaleza humana? ¿Es la guerra o la paz nuestra condición natural? Según la autora, la violencia “parece haber estado presente desde tiempos inmemoriales, durante la mayor parte de la historia humana”. Así, aunque muchos preferirían la visión rousseauniana de un hombre presocial pacífico y bondadoso, toda la evidencia arqueológica e histórica apunta a que Hobbes parece haber tenido una intuición más real. Para este, antes de que se instituyera la sociedad, los seres humanos vivían en forma precaria y en permanente lucha unos con otros, en una vida “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. Para eso se erigió el Leviatán, esa institución política poderosa, el Estado, al cual se le entregó el monopolio del uso de la fuerza.
¿Qué pasa con nuestro Leviatán, que no ha sido capaz de poner fin a la violencia en La Araucanía? La respuesta más fácil pero más simplona también (generalmente promovida por sectores de derecha) es porque tendríamos un Presidente que carece de la voluntad de ejercer ese monopolio de la fuerza.
Pues bien, hay una reflexión un poco menos banal. El Leviatán moderno no recibe su poder de los dioses, sino de los ciudadanos; su fuerza no es solo bélica y requiere de instrumentos mucho más complejos que el uso de tanques y balas. La paz cívica necesita una cultura democrática compartida que rechace la violencia; una opinión pública que aísle y condene a los terroristas; una prensa que denuncie la violencia en vez de ampararla en eufemismos como “violencia rural”; fiscales dispuestos a investigar en serio y con ánimo real de encontrar a los culpables; y jueces que actúen con coraje y buena fe, al margen de sus preferencias ideológicas.
¿Qué podemos esperar cuando la mayoría parlamentaria, que es parte importante del Leviatán en una democracia, se opone a las leyes necesarias para enfrentar de mejor forma el terrorismo? ¿Cuán eficaz puede ser la fuerza pública cuando el Parlamento se opone a partidas del presupuesto que permitirían, por ejemplo, comprar chalecos antibalas para Carabineros de La Araucanía, o más vehículos y gases antidisturbios? ¿Cómo ayuda que la delegada de los derechos humanos de la ONU (quien tuvo 8 años de gobierno para reformar Carabineros) elija el momento de mayor efervescencia en el sur para minar su prestigio y autoridad?
Como sostiene MacMillan, el terrorismo y la guerrilla urbana han difuminado la frontera entre la guerra y la paz, pues se trata de un enemigo interno, sin uniformes ni regimientos, con armas caseras de muy bajo costo, que puede incendiar, asesinar, privar a las personas de sus hogares y sus cosechas, pero que no puede ser enfrentado eficazmente con armas convencionales.
¡Ojalá fuera solo un tema de voluntad presidencial!