El verano se termina en el sur. El paisaje parece querer decirnos algo, no sé si es un canto o un grito, algo muy hondo, algo que puede estremecernos. ¿No es lo sagrado que cada cierto tiempo nos visita y nos exige más de lo que podemos dar? Los volcanes majestuosos interpelan, son el monumento a inmemoriales erupciones y temblores cataclísmicos, a catástrofes que destruyeron y crearon nuevos mundos. Ellos tal vez fueron testigos de continentes hoy sumergidos, de bosques encantados, con habitantes con otro nivel de conciencia.
Paseamos dentro de un campo cerca de Puerto Octay, por un bosque de laureles gigantescos, sobrevivientes de las talas sin fin, de las quemas, de la piromanía chilena, de ese odio a la belleza y a los árboles casi atávico, quizás por temor, por miedo a reconocer nuestras propias cimas y simas. El verano se acaba. Los niños recogen pequeñas manzanas ácidas y les dan de comer a los caballos; dejaron sus dispositivos abandonados en las piezas de la vieja casa. Los fantasmas de la vieja casa observan con perplejidad las nuevas máquinas que los han separado de los hombres, que han roto el diálogo ininterrumpido entre vivos y muertos, que requiere un silencio que ya no existe.
Este paisaje es más potente que la técnica, le ofrece una resistencia que ya no se da en las grandes ciudades, donde todos nos hemos convertido en zombies, hechizados por una magia que destruye nuestros vínculos, que nos hace creernos dioses cuando en verdad somos esclavos.
El viento agita las frondas de los árboles que nos hablan. Un niño abraza instintivamente uno y dice que el musgo es la barba de ese abuelo con raíces. “Con la razón apenas/ con los dedos...”, vamos tocando la superficie del tiempo hecho corteza, los hongos palpitan en la tierra y el aire; algo vivo nos acuna dentro del templo de madera. Vamos como ciegos y sordos, reconociendo de a poco los eslabones perdidos. Luego nos bañaremos en una orilla de lago y recuperaremos nuestros verdaderos nombres, como en un bautizo. ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? El Sur es un inmenso llamado que no termina, el paisaje le pide al hombre estar a la altura: se necesitan exploradores, pioneros del Paraíso Perdido. Chile es un pedazo de paraíso que quedó abandonado en el fin del mundo, un paraíso a la deriva, como los icebergs que flotan arrancados de cuajo a la totalidad dañada.
Nos encontramos a la salida del bosque con una familia norteamericana, de un grupo religioso cristiano que llegó acá después de un largo periplo a través de América. Viven fuera del sistema: cultivan sus propios alimentos, educan a los hijos que corren entre cabras y ovejas, como personajes bíblicos. La dulzura y calidez con que nos reciben contrasta con un cierto presagio apocalíptico que flota en sus miradas transparentes. Pienso en los alemanes que llegaron aquí hace tiempo a desbrozar la selva y a construir un mundo. Pienso en la conversación interrumpida entre los primeros habitantes y el paisaje, conversación que no alcanzó a dar todos sus frutos.
Los dispositivos digitales se descargan en las piezas de la casa de madera. ¿Y si no los cargamos de nuevo? Ellos todavía dependen de nosotros... ¿pero cuándo seremos nosotros los que ya no tendremos ni energía ni alma para salir a conversar con el viento? Nuestros anfitriones se esmeran en atendernos, ellos recibieron la posta de la vieja hospitalidad sureña: es el arte de la hospitalidad lo que distingue a los pueblos civilizados de los bárbaros y los monstruos.
El verano se acaba, pero depende de nosotros recoger o no el llamado que el sur nos hace una y otra vez. ¿Nos olvidaremos de estas aguas abundantes cuando nos devaste la sed? ¿Dejaremos de practicar la hospitalidad con los otros, que requiere tiempo, atención, presencia? El verano se acaba, nos hacemos la promesa de regresar en otoño a recoger más manzanas y más signos. Pero, ¿todavía será posible regresar?