El Gobierno ha establecido como prioridad máxima el retorno a clases en la educación escolar de manera presencial, progresivamente, a partir de marzo. El mismo gobierno ha considerado como una precaución higiénica mínima que los profesores se hallen vacunados en contra del virus, y como profesores hay de todas las edades, con o sin comorbilidades, para poder cumplir con ese objetivo absoluto planteó alterar la vacunación de un grupo de riesgo importante de la población. Realmente me cuesta entender esta obcecación por el retorno a clases presenciales en las escuelas, como si la formación de los alumnos dependiese exclusivamente de ello.
¿Qué representan “las clases presenciales” en el imaginario gubernamental? ¿Acaso los niños en las casas impiden el funcionamiento de todo el sistema económico-social? ¿La educación a distancia está provocando un daño irreparable en la formación de una generación? ¿Era la educación chilena “presencial” un modelo de éxito educacional que proteger como un tesoro inestimable para nuestros jóvenes? No cabe duda de que la docencia cara a cara tiene ventajas insalvables respecto de la docencia a distancia. Incluso más, diría que el proceso de enseñanza se verifica en y desde el encuentro real entre el profesor y el alumno, además de los beneficios para la sociabilización de los escolares. Eso nadie lo discute y, por lo mismo, no hay discrepancia en que debe volverse apenas se pueda a las clases impartidas presencialmente. El punto es la oportunidad y las condiciones que deben cumplirse para que ese retorno sea seguro, permanente y eficaz en las circunstancias extraordinarias que vivimos.
Durante todo el año 2020 el Gobierno se resistió a reconocer el hecho de que el año escolar debía verificarse de modo excepcional y estuvo permanentemente anunciando un retorno a la docencia presencial que se postergó una y otra vez y, finalmente, no se llevó a cabo. De todos modos, el año académico se cumplió gracias a un esfuerzo extraordinario de todos los involucrados, un esfuerzo —ministro Palacios— extenuante, porque hacer clases desde la casa es un trabajo mucho más agotador que hacerlo presencialmente. La nueva prueba de transición para ingresar a la universidad —un muy buen instrumento— señala que lejos de aumentar las desigualdades entre los alumnos de distintos tipos de escuelas —como lo venían anunciando como algo cierto todos los estudios—, tendieron a estrecharse. El año 2020 no fue un año educacionalmente perdido, fue un año muy distinto, en que toda la familia se convirtió en escuela o, visto de otro modo, se llevó la escuela a la familia. En este sentido, hubo presencialidad, solo que los padres ocuparon el papel de los profesores. Es indispensable que cese la ansiedad por el retorno y se vuelva a pensar serenamente en la educación, en lo que viene fallando en ella durante décadas y es preciso reponer.