Después de la muerte de Francisco Martínez en Panguipulli y el incendio de diez edificios en esa ciudad, Catalina Pérez, diputada y presidenta de RD, puso en Instagram: “En Chile la vida de un pobre no vale nada. ¿Cómo quieren que no lo quememos todo?”. Más tarde escribió en Twitter: “Un control de identidad terminó en el asesinato de un malabarista en pleno centro de Panguipulli. En ese punto horroroso estamos”. Tales declaraciones muestran la irresponsabilidad y sesgo político con que algunas autoridades opinaron sobre estos confusos hechos antes de que sean aclarados por la justicia.
Son irresponsables porque prejuzgan un incidente sobre el cual todavía no se sabe cómo fue. Sin duda es trágico que un control de identidad termine con la muerte a balazos de la persona requerida, pero eso es lo que debe investigarse: por qué una diligencia que en principio es inocua termina como terminó esta y por qué el carabinero tuvo que llegar a efectuar disparos en su contra y en pleno centro de la ciudad poniendo en riesgo a los transeúntes. Los videos muestran que Martínez intentó agredir al suboficial con los sables que usaba para hacer malabarismo callejero, que —después se supo— no eran de utilería.
La discrepancia de los tribunales al decretar medidas cautelares revela que no se trata de una cuestión simple. El juez de garantía estimó que el último disparo no quedaba amparado por el derecho, ya que Martínez no estaba en posición de agredir, mientras que la Corte de Valdivia en fallo dividido rebajó las medidas decretadas estimando, prima facie, que el carabinero había actuado en legítima defensa. El juicio está recién comenzando y ya hay opiniones tajantes de lado y lado: unos a favor irrestricto de Carabineros, y otros hablando de que Martínez fue asesinado por pobre.
Las declaraciones de Pérez tienen mayor gravedad porque, en el contexto en el que se emiten, configuran una metáfora, sí, pero una metáfora que invita a la violencia. Los vándalos antisistema, desde el 18-O han usado el incendio como método de destrucción; primero con las estaciones del metro y luego, al igual que el terrorismo de La Araucanía, con buses, camiones, templos, edificios y casas. Hace unos días se atacó un furgón policial y se le prendió fuego, mientras los asaltantes se sacaban fotos ante el vehículo en llamas.
Al hablar en primera persona: “quememos”, la diputada se asume como disponible para participar de esa furia destructiva y supuestamente purificadora, aludiendo a una “violencia institucionalizada” frente a la que debe responderse quemando y arrasando todo: “la violencia en Chile está, existe —dijo intentando explicar su metáfora—, la genera el Estado, la genera el Gobierno y la gente responde a esa violencia”. Es el típico y nada original argumento: la violencia del “pueblo” como justa reacción a la violencia estatal, idea que permite justificar toda clase de desmanes y atentados contra la vida e integridad de las personas, y hace inviable cualquier Estado de Derecho.
No puede dejarse pasar este tipo de declaraciones. Ya vivimos la experiencia dolorosa que provocó el quiebre de la democracia en 1973, y sabemos cuánto contribuyó a ello el lenguaje político que llamaba a armar al pueblo e incendiar todo para hacer la revolución y así acabar con la “democracia burguesa”. Icónico es el discurso de Carlos Altamirano del 9 de septiembre de 1973, en que amenazó con que si la sedición se enseñoreaba del país, Chile se transformaría en otro Vietnam, y que cerró con la frase “el compañero Allende no traicionará, dará su vida en la defensa de este proceso”. Allende cumplió su promesa; Altamirano en cambio se escondió y salió luego al exilio.
Años después él mismo reconocería que con este tipo de discursos “respondimos nosotros añadiendo más bencina a la hoguera”. Esa retórica incendiaria, empero, tuvo un costo aterrador para la convivencia nacional, aún no superado del todo. Ojalá que la diputada Pérez y los políticos que la han seguido, en un futuro próximo no tengan que reconocer su error una vez que la violencia incontrolada termine por amagar la democracia que tanto esfuerzo nos ha costado construir, frustrando de paso el proceso constituyente.