Es un libro alucinante el del chileno Benjamín Labatut. Es difícil catalogarlo. ¿Fábula o ensayo, novela o cuento, investigación erudita o simple y llana invención, realismo extremo o ciencia ficción? Con protagonistas totalmente inesperados: una pléyade de científicos de la primera parte del siglo XX —matemáticos, físicos, químicos—, todos europeos, excepto un japonés, con vidas jalonadas por el desenfreno creativo que acompañó a las dos guerras mundiales del siglo pasado.
El libro expone, como en una colección de viñetas que no ahorran detalles, los descubrimientos de esos científicos, así como las consecuencias derivadas de ellos, varias de ellas trágicas, como el gas mostaza que produce precisamente ese “verdor terrible”. Cuenta también las tribulaciones emocionales que produce la ruptura con los paradigmas establecidos y alcanzar interpretaciones que llevan imprevistamente a territorios que nadie jamás había antes visualizado. Relata además las relaciones al interior de la comunidad científica, marcada a la vez por la rivalidad y la cooperación, los celos y la admiración.
Labatut se exime de toda metáfora o parábola, de toda lección o enseñanza. Lo suyo es la descripción del desgarrador ejercicio de la ciencia. La sorpresa y el asombro que despierta. El dolor que engendra su proceso de creación. El desgarro que provoca conocer las consecuencias horrendas que puede producir, como le sucedió al químico judío Fritz Haber cuando supo que la sustancia que había descubierto, el Zyklon B, fue la que se empleó para asesinar a sus parientes “y a tantos otros judíos que murieron en cuclillas, con los músculos agarrotados y la piel cubierta de manchas rojas y verdes”.
El autor pone en boca de Karl Schwarzschild, “astrónomo, físico matemático, y teniente del ejército alemán”, una sentencia que explicaba hasta entonces el espíritu científico. La “mente civilizada”, dice, “aborrece y rehúye de todo aquello que no puede comprender”: simplemente no lo soporta. De ahí que resultara tan perturbador el descubrimiento del físico Werner Heisenberg, al que se le concediera el Premio Nobel en 1932, uno de los pioneros de la mecánica cuántica y padre del llamado “principio de incertidumbre”.
Conversando con el físico danés Niels Bohr, Premio Nobel 1922, Heisenberg le habría dicho —siempre según Labatut— que sus descubrimientos eran el fin del determinismo científico. “La esperanza de todos quienes habían creído en el universo de relojería que prometía la física de Newton”, le señaló, se ha desbaratado. No es posible “descubrir las leyes que gobernaban la materia para poder conocer el pasado más arcaico y predecir el futuro más lejano”. Tampoco “echar a correr las ecuaciones para obtener un conocimiento similar al de Dios”. Para Heisenberg no existe una realidad “sólida e inequívoca”: siempre hay algo que permanece “borroso, indeterminado e incierto”. Para cada efecto existe “un abanico de posibilidades” que está fuera de toda previsión. “Una partícula tenía muchas maneras de atravesar el espacio, pero elegía una sola. ¿Cómo? Por puro azar”. Así, en lugar de “un dios racional que tiraba los hilos del mundo”, como se creía en el pasado, con lo que nos encontramos es con el “capricho de una diosa de múltiples brazos jugando con el azar”.
Es un quiebre brutal. Implica pasar del mundo de cosas que poseen una realidad propia al mundo de las potencialidades y posibilidades, las cuales se alteran por la forma como la propia ciencia las mira. “Dios no juega a los dados con el universo”, cuenta Labatut que dijo a Bohr un airado Einstein en un debate sobre el principio de incertidumbre. “No es nuestro lugar decirle a Él cómo manejar el mundo”, le habría respondido irónicamente el físico danés.
Pensar la vida como “un mundo de posibilidades” en el que el azar y los accidentes tienen un lugar inexorable parece especialmente pertinente en estos días abarrotados de asombro. Esto quizás explique la repercusión mundial alcanzada por la novela de Labatut.