Adeline Dieudonné (Bruselas, 1982) es actriz, escritora, artista y de un cuanto hay. Ha obtenido tantos premios que enumerarlos requeriría muchas carillas. Ha publicado piezas breves, una obra de teatro y diversas crónicas. Su primera novela,
La vida verdadera, ha merecido elogios extravagantes, incluso ridículos: “Una voz nueva con una energía impresionante”, “Un estreno implacable y arrollador”, “Un espectáculo de magia”, “Una novela ingeniosa, alentadora y exitosa”. La verdad es que tanto aplauso, semejante celebración, perjudica severa y gravemente a Dieudonné, y de una manera que ella debe ser plenamente consciente: por más talento que posea no estamos en presencia de ningún genio o intelecto superior. El texto que estamos comentando, revela pericia, sagacidad, astucia, una mente lúcida, agudeza, una madurez increíble en alguien joven. No obstante,
La vida verdadera exhibe artificiosidad, en la que se nota una obsesión por decir cosas inteligentes. También vemos una trama urdida, empalagosa, un programa virtual para adictos tecnológicos que no saben usar lápiz y papel o son miembros de un taller literario para autores hiperconsagrados.
No es que todo lo anterior consista en defectos. Sin embargo, demasiado cuidado, excesos verbales, resultan cargantes y por momentos eso es lo que sucede con este relato, que oscila entre la prosa poética, las hermosas descripciones paisajísticas y la variada elección de temas que revelan ligereza de estilo, precariedad, agitación. De este modo podemos decir que Dieudonné escribe bien, que a lo mejor es prefabricada. Se ha dicho que esta obra será, para las generaciones más jóvenes, un manual de sobrevivencia en un medio incierto, inseguro, precario. Así,
La vida verdadera podría anticipar el futuro a la vuelta de la esquina.
La vida verdadera transcurre en los años noventa y la narradora es una niña de once años, quien vive junto a su familia en la llamada Demo, un siniestro conjunto habitacional de “una cincuentena de chalets grises, alineados como lápidas”. Ahí, en cuatro cuartos, conviven la heroína, su hermano menor, Gilles; su padre, violento y presa de ataques de ira que aterrorizan a los niños, y su madre, una mujer pasiva, sometida, aun cuando, para ser una dueña de casa, posee una personalidad fuerte, que se hace notar, ya que sus escasos berrinches dejan callado a todo el mundo. Además, es el apoyo de sus hijos, amigos y todos cuantos están cerca de ella. Por si fuera poco, la cuarta estancia de la Demo es “la de los cadáveres, colmada por los trofeos de caza de un sujeto cuyos súbitos estallidos de furia han transformado a la madre, a los ojos de la niña, en una ameba”.
Mónica es la genuina confidente y merecedora de la confianza de la muchacha, poseedora de imaginación desorbitada y caracterizada por una innata habilidad para la física y las matemáticas por más que, en el fondo, su real fuente de cariño y desvelos sea el pequeño Gilles, de seis años. Todos los días esperan el carruaje de los helados, pasan el tiempo entreteniéndose en una especie de cementerios de coches abandonados o visitan a la ya mencionada Mónica, una estrambótica cincuentona cuentacuentos del vecino bosque de los Colgaditos, un lugar temible para los menores, pese a ser un sitio inofensivo y donde nunca pasa nada.
De súbito, un terrible incidente arrasa con este idilio y nunca más las cosas serán como fueron; en adelante, la chica que nos relata la historia crecerá en un ámbito del que es absoluta y totalmente imposible resultar indemne.
En el fondo,
La vida verdadera es un homenaje a la lectura en papel, impresa, no virtual, un aprendizaje a vivir sin miedo ni estrés, un descubrimiento de la denominada sobredosis de adrenalina, puesto que “una niebla salpicada de puntitos fosforescentes había invadido mi cabeza”, debido a que emplea la memoria sensorial al entrar al cuarto de los cadáveres, como hacía en la noche para hacer pipí. Gilles siempre estaba allí, al lado de la hiena. Y ella carecía de deseos de darle explicaciones, excesivamente largas, excesivamente complicadas. Aquella noche ella esperó que viniera a acostarse a su cama, como siempre. Pero no vino. Ni aquella noche ni las siguientes. Nunca más volvieron a dormir juntos. Las estaciones pasan, el telediario es el fondo constante de un hogar aparentemente normal, pero disfuncional hasta decir basta, al fin y al cabo, qué más daba, si de lo que se trataba era de retornar al pasado, el tiempo no tenía la más mínima importancia. Nada tenía importancia. Era incapaz de conformarse viendo cómo se devoraba el cerebro de su hermano y perderlo por siempre jamás. Aunque ella tuviese que entregarle todo su existir, las cosas iban a cambiar. “De lo contrario, me moriría. No había alternativa”.