Ad portas del proceso constituyente, una y otra vez aparece la pregunta por cuál es la sociedad en que queremos vivir. Las miradas abundan y su contraposición abre paso al conflicto. Durante gran parte de la historia, la principal forma de resolver los conflictos humanos —políticos, religiosos— consistió en derramar sangre. De ahí que la mayor virtud de la democracia no sea que conduce al gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo, sino simplemente que permite remover un mal gobierno sin necesidad de recurrir a la fuerza. Como dijeran los hermanos Amunátegui, que las cuestiones se resuelvan en la prensa a fuerza de artículos, no a balazos en los campos de batalla; que corran oleadas de tinta, allí donde antes corrió la sangre.
Para muchos, esta concepción minimalista de la democracia resulta de un conformismo insoportable. ¿Por qué no aspirar a una sociedad más libre, más igualitaria y más fraterna, en lugar de entregarse a la mediocridad del votante mediano? A menudo, esta disconformidad con la democracia surge de la creencia de que existe un camino claro hacia la realización simultánea de todos los valores; que en alguna parte, por lejana que sea, existe una armonía entre todas las cosas que deseamos.
El problema con esta creencia no es solo que no podamos ponernos de acuerdo en cuál sería ese camino. De ser ese el caso, los problemas políticos no serían más que problemas técnicos. El problema es mucho más profundo: las distintas miradas sobre la sociedad no solo buscan fines distintos, sino también, con frecuencia, incompatibles. Como desarrolló magistralmente Isaiah Berlin, “el mundo con el que nos encontramos en nuestra experiencia ordinaria es un mundo en el que nos enfrentamos con que tenemos que elegir entre fines igualmente últimos y pretensiones igualmente absolutas, la realización de algunos de los cuales tiene que implicar inevitablemente el sacrificio de otros”. Justamente porque debemos elegir entre diferentes pretensiones absolutas es que valoramos la libertad como un fin en sí misma. Pues si todos los propósitos humanos fuesen armónicamente realizables, no habría necesidad de decidir y, por lo tanto, la libertad perdería importancia.
Nuestros desacuerdos sobre la sociedad que queremos no son solo una cuestión de intereses. Por supuesto, los intereses importan, y más de la cuenta. Pero si solo de las condiciones materiales se tratara, sería demasiado fácil ganar elecciones. Tal vez, dirán algunos, la gente, ignorante, sencillamente no entiende lo que le conviene y se deja engañar por otros. Algo de ello ocurre, sin duda. Pero el paternalismo, con su desprecio radical por la autonomía y la humanidad de los otros, es, como dijo Kant, el mayor despotismo imaginable.
El reconocimiento de que detrás de las distintas posturas existen fines últimos, inconmensurables, es tal vez el principal punto de partida para una buena deliberación constituyente.
Loreto Cox