¿Regresará el montañista chileno Juan Pablo Mohr de las gélidas cumbres del K-2, donde se encuentra extraviado, o pasará a engrosar la larga lista de desaparecidos en esa montaña sagrada, que ha hechizado a tantos, hasta el punto de estar dispuestos a dar su vida en ello? Todos los chilenos debiéramos estar unidos en este momento en una meditación u oración común para que este héroe chileno regrese, en un tiempo en que necesitamos tanto mirar hacia arriba, unirnos en torno a algo que nos saque del pantano de recriminaciones mutuas, pequeñeces, bajezas, en el que estamos sumergidos.
Una de las consecuencias de esta mirada desde lo alto que alcanzan, entre otros, los montañistas, es la de darse cuenta de la pequeñez y lo ridículo de nuestros afanes y disputas, muchas de ellas artificiales y vanas. Marco Aurelio, el emperador y filósofo romano, afirmaba que “aquellos que deseen hablar de los hombres han de observar las cosas terrestres como si nos encontrásemos en un lugar elevado, mirando de arriba abajo”. Me imagino que una de las experiencias más significativas del montañista que conquista la cumbre y puede ver desde arriba todo, es justamente la sensación de inanidad de los afanes humanos, junto con el vislumbre de un éxtasis cósmico.
Muchos piensan que con el ascenso del poeta Petrarca al monte Ventoux, el 26 de abril de 1336, se produjo un giro, un viraje radical en la historia del espíritu humano, que revelaría la intrepidez del espíritu moderno. Era la primera vez que el hombre miraba desde arriba, desde la montaña. Probablemente no fue tan así, porque desde muy antiguo, antes de esa proeza de Petrarca, el hombre buscó esa mirada desde la altura que tanto fascinó al helenista filósofo francés Pierre Hadot y a la que dedicó memorables ensayos. El impulso al ascenso, a la “anábasis” es muy antiguo: hay que pensar que el famoso Poema de Parménides, texto filosófico fundante de la historia de la metafísica en Occidente, cuenta el ascenso de un hombre a un lugar donde le será dada la revelación del “Ser”.
En Chile estamos rodeados de montañas sublimes; sin embargo, les hemos dado la espalda y no hay una impronta de esas montañas en nuestra cultura y educación. Todos nuestros niños debieran desde muy temprano tener la experiencia de la montaña en todas sus variantes, una experiencia a la vez contemplativa y activa. Las montañas debieran ser nuestra patria interior, allí donde podemos cada cierto tiempo ir a buscar inspiración, serenidad, distancia, “mirada desde la altura”, tan necesaria en tiempos de crisis e incertidumbre. Sobre todo porque hay una enfermedad de nuestra alma, el “abajismo” chileno que nos empuja muchas veces hacia el resentimiento, la envidia, el rencor, hacia la zona más baja de nuestra energía. La montaña, por contraste, nos hace tomar conciencia de que nos queda mucho por ascender, que solo con mucho esfuerzo y rigor, e incluso una cierta dosis de sacrificio y heroísmo, podremos “hacer cumbre”.
El montañismo, junto con su dimensión física y deportiva, es ejercicio espiritual. Por eso admiro tanto a nuestros montañistas que, sorteando tanto obstáculo y falta de apoyo, y a veces viniendo de muy abajo, no dejan de escalar, de enfrentar desafíos titánicos como el que asumió Juan Pablo Mohr de ascender el K-2 en pleno invierno y sin oxígeno. Claudio Lucero, maestro de montañistas, a propósito del extravío de Mohr, señaló que “una de las cosas más difíciles del montañismo es saber cuándo abandonar, identificar o reconocer cuándo la montaña no va a permitir que subas”. ¿Qué le dijo la montaña a Mohr, que siguió ascendiendo? ¿Cuál fue la llamada que escuchó en los hielos eternos? Me parece ver en su empecinamiento en ascender un símbolo que nos interpela y que nos invita a dejar atrás la planicie de nuestros miedos y prejuicios y tonterías, de todo lo que hoy nos impide decir con San Juan de la Cruz: “volé tan alto/ tan alto/ que le di a la caza alcance”.