Blanco, de Bret Easton Ellis (1964), es su octava novela y viene precedida por una serie de títulos que cuando fueron publicados, se consideraron el summum del escándalo. En especial, esto es aplicable a
American Psycho (1992), que hizo mundialmente famoso a Patrick Bateman, un alto ejecutivo de Wall Street, cuyas aventuras pretenden dar a conocer la intimidad de ese medio, que lleva una doble vida y que fue el asesino en serie más renombrado de la década de los noventa. Esa obra convirtió a Ellis, de la noche a la mañana, en el enfant terrible de las letras americanas, hasta el punto de que se le consideró el representante perfecto de la que se denominó generación perdida, tal como lo había hecho Gertrude Stein, cincuenta años antes, al referirse a Hemingway, Scott Fitzgerald, Katherine Mansfield, Dos Passos, para denominar a una era en la que nadie creía en nada y cuyos más preclaros hombres y mujeres de letras eran alcohólicos, se drogaban y hacían cosas peores.
Claro que estos autores eran niños de pecho en comparación con el ambiente de Patrick Bateman: en American Psycho, calificada como un texto magistral y considerada como un ejemplar repugnante, amoral, depravado, hoy no intranquiliza a nadie, y Patrick Bateman ha devenido un ícono de la cultura popular. Se trata de lo que ahora se designa como una novela de no ficción, una autobiografía, la infancia, la carrera, con un cúmulo de citas literarias, cinematográficas y de la música que dejaron una marca indeleble en el joven Ellis. Para algunos, el volumen es el máximum de lo que fueron las décadas de los setenta y los ochenta; para otros, sigue siendo un horror, un símbolo de la decadencia del imperio, un ejemplar que debería prohibirse, retirarse de las bibliotecas y hasta castigar con penas de presidio a quienquiera sea sorprendido leyéndolo. Se ha dicho, con razón o sin ella, que Ellis no se queda en el pasado, que efectúa una reflexión sagaz de la autocensura, interrogándose sobre lo que ha sucedido en las pasadas cuatro décadas, en concreto en la sociedad del Gran País del Norte y, más en concreto, en las megalópolis que son Nueva York y Los Angeles.
En
Blanco, Bret Easton Ellis parece haber madurado —en términos relativos, claro está—, resulta mucho más aplomado, y en este tomo, de muy reciente publicación, lleva a cabo una irrestricta defensa del derecho a la libertad de expresión, así como una disección al predominio del neopuritanismo, a la extrema sensibilidad millennial y a lo políticamente correcto en las llamadas redes sociales. Aquí se reinventa el humor y la acidez como instrumentos de subversión y, más que nada, se esgrime una independencia que se esfuma. Las afiladas reflexiones que expone tienden a alterar la actualidad con una franqueza que es, a la vez, corrosiva y del todo a contracorriente.
Por supuesto, Ellis es Ellis y, si bien
Blanco exhibe la misma crudeza y el gusto por impactar de sus anteriores publicaciones, ya no tenemos al chico rebelde, impertinente, agresivo, mordaz en exceso, que lo hizo célebre a partir de American Psycho. El problema de este prosista, y uno muy serio y que afecta a la inmensa mayoría de sus colegas y connacionales, es una suerte de egocentrismo sin límites. Para Ellis no existen la segunda, la tercera, la sexta persona, sino solo él mismo: yo, yo, yo. Es cierto que su estilo ha mejorado, que, como lo dijimos, ha madurado —ya bordea los sesenta—, en síntesis, que puede tomársele en serio. En consecuencia, si hubiese que definir
Blanco y el resto de la producción de este narrador con una palabra, ella sería autorreferencia. Sin lugar a dudas, ello puede aplicarse también a Proust, Whitman, Céline, Genet, Bernhard, Colette, Violette Leduc y tantos y tantas que plantean sus creaciones a partir de su interioridad, pero en estos casos estamos frente a nombres mayores y, decididamente, Bret Easton Ellis es, dicho con todo respeto, un cronista menor.
Con todo,
Blanco posee gracia, riqueza de recursos y un nivel de belleza. La trama gira en torno al extenso período en el que Ellis trabajó para Hollywood y muy en particular, en el rodaje, producción, chismes y entretelones de la filmación de “American gigolo”, la cinta que convirtió a Richard Gere en estrella del celuloide y a la marca Armani en símbolo de la máxima sofisticación. Ellis conoce como pocos ese ámbito, tiene un intenso vínculo de amor-odio con él y, por más que, en ocasiones, parezca un cirujano del séptimo arte, nos entrega una minuciosa y, por momentos hilarante y, hasta cierto punto, tierna visión del tan vilipendiado o tan admirado ámbito del glamour, el éxito, la notoriedad de tal círculo de personajes.
Aquí está lo mejor de
Blanco, y Ellis se encuentra en su salsa al meditar sobre las representaciones, las copuchas, los dimes y diretes, los secretos a voces del estrellato.