Se dirige a la casa de Pedro, lo primero que hace es atender a la suegra. El Señor no dilata el encuentro, la atiende con cariño —y la “toma de la mano”—. ¡Qué suerte tuvo la suegra de Pedro! ¡Qué pena! ¡Eso nunca me tocará a mí, fue hace dos mil años! No caigamos en la tentación de leer esta escena con nostalgia.
Para evitar esto, Jesús instituyó el sacramento de la Unción de Enfermos. Y ahora, dos mil años después, es Cristo mismo quien vuelve a atender a sus enfermos a través del sacerdote —su instrumento—, y a entrar en un departamento de Santiago de Chile, Coímbra o Saigón. Los sacramentos hacen actual la presencia y actuación de Cristo, impidiendo toda añoranza.
Personalmente, me da mucha tranquilidad rezar un responso por mis feligreses, que días antes o semanas antes, he visitado en sus domicilios. Los reconozco en el ataúd y rezo con una gran paz interior, porque la gran mayoría antes se ha confesado —la Unción es un sacramento que hay que recibir en gracia de Dios— y han salido ganando por partida doble.
Como a San Pablo, también para mí hablar de Dios es “motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!” (1 Corintios 9, 16). Por eso, quiero hacer algunos alcances pastorales en relación al sacramento de la Unción. Porque hay desconocimiento y mitos en los bautizados.
Lo primero es la ignorancia: en las nuevas generaciones no pocos desconocen este sacramento y son los que después entierran a sus padres o abuelos y ese día no saben contestar las oraciones del responso.
Después están los que “algo” entienden. Acuden al sacerdote después que han resuelto la funeraria, el color de las flores, la redacción de la esquela, etc. Han llamado a los parientes más cercanos, no cercanos, del trabajo, vecinos, etc. y la última llamada es a la parroquia. La extrema unción… y se llega tarde.
Otros que piensan que lo importante es recibir el sacramento, da lo mismo si el enfermo está consciente o no. Se olvidan que Dios siempre cuenta con sus hijos, y si el sacerdote llega cuando está inconsciente, Dios puede hacer muy poco en ese momento. Y quizás el enfermo quería confesarse.
También está el mito de que los enfermos se asustan cuando ven llegar al sacerdote. En mis veinte años de ministerio nunca un enfermo se ha asustado, sí encuentro en cambio enfermos inquietos. Y gracias a los sacramentos que reciben, quedan ellos en una gran paz.
Es el sacramento que da sentido al dolor, la enfermedad y la muerte: ¡la Unción es un gran tesoro de los bautizados! No hay nada peor que llevar una enfermedad, sufrir un dolor sin ningún sentido, preguntándose eternamente ¿por qué? Si la muerte no tiene sentido, la vida de esa persona tampoco lo ha tenido.
Cuando visito a mis enfermos, al final se sorprenden porque les digo que yo he venido para apoyarme en ellos. Ellos han sido bendecidos con la Cruz, Jesús ha tenido confianza, poniéndolos muy cerca suyo en el calvario. Veo su cara de alegría cuando descubren que a ellos Jesús los escucha especialmente y que con su enfermedad son muy útiles, importantes y valiosos en la Iglesia.
¡Cuántos enfermos han ofrecido sus curaciones, dificultades, soledad e incluso la muerte por la Iglesia, la santidad de los sacerdotes, vocaciones para el seminario!, etc.: “Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Colosenses 1, 24).
Muchas veces el enfermo está inconsciente o ido, pero cuando llega el sacerdote se recupera. Es un regalo que Dios hace a esas almas fieles, que han procurado amarlo. La Virgen también tiene un papel muy especial, porque cuando esto me ha pasado, en tantas ocasiones he visto su escapulario en el cuello del enfermo. Ella cumple sus promesas. Lee lo que enseña el Catecismo sobre este sacramento y le darás gracias a Dios por el amor que nos dispensa.
“La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, e inmediatamente le hablaron de ella. Él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles”.
(Mc. 1, 30-31)