Ayer, cuando entré al almacén, su dueño, Manuel, que estaba atendiendo, como sabe que escribo esta columna, me dijo con seria ironía: “Don Pedro, el único diario de circulación nacional. En mi casa —añadió— siempre comprábamos El Centro y La Cuarta”. Estaba triste y pensé que tenía razón, porque cuando se muere un diario es como si se muriese una persona.
El cierre de medios de comunicación escritos de larga data en Chile, a veces totalmente, otras para convertirlos en plataformas digitales, ha sido una constante en el último par de años y golpeó a muchos lectores de diarios esta semana con anuncios que afectaron a La Cuarta y La Tercera, dos diarios muy queridos. El Centro —el diario de Talca— cerró a mediados del año pasado.
Se sabe que obedece a una tendencia global asociada a que el negocio que sostiene la edición de esos periódicos viene a la baja porque la porción de publicidad que se llevaban —su fuente de sustento— ha caído fuertemente. Desde luego, se imaginará, mi querido lector, mi semejante, no soy experto en este negocio ni en ningún otro, y, por lo mismo, no pretendo convencer al dueño del boliche que pierda plata para satisfacer el lujo matinal de leer un diario lentamente mientras se toma el desayuno, pero quiero dejar claramente establecido que seguir las líneas de un texto y ver algunas fotos dispuestas en una pantalla de un computador o de un teléfono imitando el diseño de un diario, definitivamente, no es leer un diario ni una revista. Ni siquiera es una operación semejante y, en consecuencia, pasar de esta a la otra es una falsa continuidad.
El diario digital me parece una vulgaridad, hundido en medio de ese océano caótico que es la red, tratando a duras penas de sobresalir, de distinguirse entre las infinitas opciones que ese monstruo ofrece no solo para informarse, sino para entretenerse, trabajar o comunicarse, todo junto, promiscuamente, desde el mismo aparato, un contenedor universal. El “diario” digital pasa, así, a ser un inquilino más de un conventillo hacinado, indistinto y laberíntico. Estoy seguro de que si el diario impreso, el auténtico, tuviera voz en este cuento, gritaría para aferrarse al papel y alegaría por su vida porque, como su primo hermano, el libro, sabe que su sobrevivencia (siempre relativa) se libra acá afuera, junto con las demás cosas poseedoras de cuerpo y espíritu. El diario, como el libro, se puede pasar de mano en mano, dejar sobre una mesa, guardar en un cajón, reencontrar después de décadas en un estante, quemarlo en una estufa o cocina para avivar el fuego, dejarlo ir. Como toda cosa noble tiene un espacio limitado, justo ese que ahora se me acaba.