Se dio la largada. La carrera por llegar a la Convención ha comenzado. Los competidores buscan con sus campañas conectar con las demandas de la ciudadanía. En este empeño harían bien en leer con detalle el primer informe de “Tenemos que hablar de Chile”, el programa de las universidades de Chile y Católica para contribuir al proceso de deliberación en que está comprometido el país, que se publicó hace algunas semanas.
El informe analiza dos mil conversaciones digitales sobre cómo imaginan el país grupos de personas representativas de la realidad nacional. A diferencia de una encuesta, aquí no hay preguntas específicas ni alternativas. Es un diálogo abierto, cuyo registro permite identificar hilos de conversación, narrativas y argumentaciones. De esto da cuenta el informe. Lo hace en un lenguaje llano, alejado de las categorizaciones polarizantes del debate político y académico.
Lo primero que sobresale es la prevalencia de un estado de ánimo negativo. Si el “estallido” generó incertidumbre, inseguridad, miedo, rabia, la pandemia ha originado decepción, tristeza, ansiedad, estrés, preocupación, cansancio. La vida, dice el informe, se presenta como un elástico estirado al límite, a punto de romperse. Esta es la línea de base para pensar en el futuro.
El Estado es inculpado como el mayor responsable de esa sensación de fragilidad. No ve, no conecta, no integra, no protege, no apaña. Ejerce “un trato indigno que indigna”, sobre todo si se lo compara con el que ofrecen los servicios privados. Actúa para servir los intereses de los políticos, no de la gente. En suma, el Estado no funciona. No da seguridad ni certidumbre.
El sistema económico y las empresas no lo hacen mejor. ¿Que crezca el PGB? Poco importa si este no llega a las personas, si las interacciones económicas no están regidas por la ética, si lo que reina es el abuso y el aprovechamiento del otro. El “estallido” no fue por los 30 años —parecen decir las personas que participaron en los diálogos—, sino por los incontables 30 pesos cargados sobre las espaldas de la población a lo largo de años para cumplir con las frías leyes de una macroeconomía que favorece a los poderosos.
Aunque precaria, y a pesar de todo, hay un atisbo de esperanza que se condensa en tres palabras: diversidad, dignidad, cambio.
Se reconoce al Chile de hoy como un país diverso. No hay una ciudadanía uniforme, ni una voz única: hay una multitud de vidas, territorios, identidades, miradas, lenguajes. Esta pluralidad no es tomada como una amenaza ni como la antesala de la polarización o cancelación. Al contrario: es vista como una fuente de riqueza, en la medida, eso sí, que las diferencias no se transformen en antagonismo.
La defensa de la dignidad de las personas es la primera tarea del Estado. Para ello debe actuar como una entidad respetuosa y empática, cercana y dialogante, ética y ecuánime, eficaz y responsable. No se quiere un ente monopólico que imponga soluciones y servicios estándar que aplastan la diversidad. Lo que se espera es un órgano que garantice un piso mínimo sobre el cual cada persona pueda construir su propio proyecto de vida de acuerdo con sus gustos y posibilidades. En esta línea una obligación fundamental es proveer educación de calidad. Ella es el cimiento de una sociedad basada en la amabilidad, la colaboración y la integración.
Los diálogos de “Tenemos que hablar de Chile” indican que la desazón que invade a los chilenos es intensa. Pero aunque tenue y frágil, hay esperanza, la cual está intensamente adosada a la nueva Constitución. De esta se esperan cambios en el funcionamiento del Estado, en el sistema político y en el orden económico. Será misión de las y los convencionales que elegiremos en abril cuidar esa esperanza y materializar esos anhelos.