Los primeros discípulos creen en esta propuesta, aunque seguramente sin entenderla mucho, lo dejan todo y lo siguen. Jesús les confía la tarea de ser pescadores de hombres: sacar a los hombres del mundo viejo y llevarlos al reino de Dios.
Hubiéramos pensado que el primer lugar para comenzar esta labor sería donde estuvieran los pecadores, sin embargo, esta labor comienza el sábado en la sinagoga, un lugar sagrado. Hoy serían nuestros templos y capillas. Esto porque la primera liberación que busca el Señor es sacar a las personas de una relación equivocada con Dios. Algunos rabinos de aquel entonces, al igual que algunos catequistas de hoy, presentaban a Dios como el legislador que da los mandamientos y luego vigila su cumplimiento, premiando a quien los cumple y castigando a los que los transgreden. Lo primero que hace Jesús es liberarnos de esta falsa catequesis: si no cambiamos esta imagen de Dios no es posible involucrarnos en la novedad el Reino.
Jesús quiere sacar a la gente de esa falsa tradición religiosa que está en contraste con lo único que Dios quiere: el amor por la persona. Necesitamos dejar ciertas convicciones religiosas, cierta imagen de Dios que todavía es pagana, opuesta al rostro de Dios que vemos brillar en Cristo. Los primeros destinatarios de esta acción evangelizadora somos nosotros los cristianos, que muchas veces hemos moldeado la figura de Dios según nuestro querer y conveniencia. Somos los primeros en necesitar del Evangelio y su fuerza transformadora.
La palabra de Jesús es provocadora, estimulante, y no deja las cosas como están. Los efectos de su palabra provocan prodigios. Es el caso del Evangelio de hoy, donde Jesús cura con su palabra al endemoniado, poseído por una fuerza de muerte. Este hombre estaba tranquilo en la sinagoga, pero al enfrentarse a la palabra de Jesús se rebela. Jesús hace frente a las fuerzas del mal que deshumanizan al hombre. El endemoniado representa la condición de quien está todavía a merced de fuerzas hostiles e incontrolables que lo deshumanizan y destruyen. Fuerzas que también están presentes en la sociedad. El hombre y la sociedad tienden a dejarlos tranquilos, despreocupándose de la situación deshumanizante que se vive. Jesús no, y lo enfrenta con una palabra fuerte y eficaz, que cura a las personas y las libera. No recurre a gestos ni ritos extraños, como los exorcismos de otras religiones, sino que lo hace con su palabra. Así enfrenta a los demonios que se encuentran en el hombre, en la sociedad, en las ideologías, en las instituciones.
Tenemos tantos demonios, tantas fuerzas que nos impiden vivir una vida plenamente humana. Todos tenemos la fuerza del egoísmo, de la búsqueda del bienestar y la comodidad, del placer, de la injusticia, la violencia, el frenesí del dinero… Son demonios que se entrecruzan en nuestras decisiones y nos hacen esclavos. Pero más fuerte que ellos es el Espíritu de Cristo y su palabra.
La predicación que no expulsa los demonios, sino que deja las cosas como están, que no cambia al hombre y al mundo, no es la palabra verdadera de Jesús. Su palabra no nos puede dejar indiferentes, necesariamente nos saca de nuestra comodidad y nos lleva a servir al hermano y a buscar liberarlo de todo aquellos que nos deshumaniza tanto individual como socialmente.
“Y había en la sinagoga de ellos un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar: ‘¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios'.
Pero Jesús lo increpó, diciendo: ‘Cállate y sal de este hombre'. El espíritu impuro lo sacudió violentamente, y dando un alarido, salió de ese hombre”.(Mc. 1, 23-26)