El milagro, primera novela de Carolina Andonie Dracos, posee un significado doble: es el título de la ficción inaugural de María Inmaculada, conocida para todos como Mel y claro, en parte consiste en el portento de publicar una narración sin aviso previo, que nos toma completamente por sorpresa y a ratos nos deja inclusive con la boca abierta, hasta estupefactos. Con todo, no hay de qué extrañarse: Andonie es una periodista especializada en el ámbito artístico y literario y posee una vasta, prolongada, extensa trayectoria en este campo, se ha mostrado siempre heterodoxa y libertaria, incisiva, a veces mordaz, aguda, sea cual sea el medio donde se desempeña o las instituciones, personas, situaciones, objetivos, blancos, en síntesis cualquier cosa que elija para llevar a cabo sus reportajes, entrevistas, crónicas, artículos y, en general, todo lo relacionado con la maquinaria editorial o la llamada civilización de las letras, que de civilizada tiene poco, poquito y nada.
La heroína de
El milagro es, ya lo dijimos, María Inmaculada o Mel. Acaba de cumplir cuarenta años, edad que en la antigüedad se consideraba como la ancianidad y la sabiduría y ahora se ve asociada, en forma reiterativa, con la decadencia corporal, en particular en el caso de las mujeres —léase gimnasios, trotes, taichi, yoga, ejercicios con maquinarias, etc.—; se encuentra afectada desde siempre por un trastorno obsesivo compulsivo, está soltera, desempleada y retorna a la casa de sus padres. Conoce a Lucas y, pese a no creer en el amor, en el matrimonio, ni en la parafernalia sentimental, se enamora con arrebato de él. Motivos hay de sobra: guapísimo (Mel vive fascinada con sus rulos), inteligente, excelente compañía, Lucas es capaz de maniobrar al interior de las editoriales para que María Inmaculada sea de su exclusiva propiedad.
El milagro, aparte de diseccionar despiadadamente al universo de los libros, contiene a una enorme cantidad de personajes, tantos que es imposible enumerarlos, por lo que Braulio y Bridget, los perros de María Inmaculada, quedan más en la memoria que su nutrida parentela o sus amigos y compinches que se desplazan al interior del salvajemente competitivo ambiente de las ferias o concursos literarios: dicho sea de paso, el título que Andonie escogió, corresponde a la ficción que resultó ganadora en el certamen al que fue enviado el manuscrito, lo que, de la noche a la mañana, la convierte en escritora hecha y derecha.
El milagro, es, además de lo ya dicho, un explícito homenaje a las grandes protagonistas de las obras del siglo XIX, sobre todo las inglesas: fanática de Jane Austen —tal como debe ser la propia Andonie—, lo es, asimismo, de las hermanas Brontë, de Dickens, de Collins, en fin, de todo aquello que hoy parece sentimentaloide, pese a que esos volúmenes han regocijado a varias generaciones.
Entre la multitud de caracteres que pueblan este relato, destacan la prosista ya no alcohólica (jamás sabremos cómo se llama) y el “gerente con cara de actor”, a propósito del cual María Inmaculada medita: “Hay que ver cómo una se trampea cuando está a la deriva. No volví a hablar con el gerente. Hasta lo bloqueé en el celular cuando quiso disculparse. Ya había dado todas mis batallas y lo único que me quedaba era recluirme en la casa paterna y reflexionar. Sin embargo, antes de sumergirme en la introspección, quise consultar a Perpetua —perteneciente al entorno de María Inmaculada—, quien había desarrollado, como ella decía, el don de comunicarse con Jesús. Una noche, después de comer, me ofrecí para hacerle friegas a la abuela. Le dolían los pies. La artritis, supongo”.
Con todo,
El milagro es bastante más que lo dicho y si bien peca de un nivel de afectación (o quizá de perfeccionismo), constituye una profunda introspección en torno a la psique de María Inmaculada en particular o la del género femenino en términos amplios: “Eso. Sanar las heridas, concentrarme en mí, como apuntó Perpetua. Había tanto que hacer, pero solo quería dormir, leer, dormir un poco más y comer. Fuera de casa todo me parecía un peligro, una zona dinamitada por la vileza de Lucas —él acaba de hacer un feo truco para sacarla del medio libresco— y el malentendido con el gerente. Pedazo de inútil. ¿Tanto le costaba darme trabajo? Ojalá frente a la oficina de Lucas, un cargo importante, inexistente hasta ese momento, que le recordara al delfín —o sea, Lucas—, que conmigo se había equivocado”.