La discusión constitucional nos insta a reflexionar acerca de las controversias conceptuales que subyacen al actual debate, en relación con los objetivos y propósitos de una carta fundamental y respecto de los resultados esperables de un cambio institucional.
Una disputa versará sobre la naturaleza misma de una Constitución, pues todo indica que hay dos visiones en pugna. El constitucionalismo occidental moderno nos indica que las constituciones son mecanismos de control del poder de los gobiernos para evitar que estos interfieran con las libertades y derechos individuales, a través de sus actos administrativos o de sus leyes. Se trata de establecer lo que Bobbio llama los “espacios protegidos”, con esferas de autonomía personal no sometidas a la soberanía popular. En otras palabras, esta tradición constitucional, de la cual nuestra historia también es tributaria, se basa en una teoría de la libertad que exige acotar la soberanía popular y una clara delimitación entre los espacios públicos y privados para reservar importantes ámbitos de la vida de las personas a su decisión individual.
Todo gobierno implica un cierto grado de coacción de la libertad en aras del orden colectivo necesario para vivir en sociedad. Lo importante, empero, es que solo entregamos una parte de nuestra libertad y delegamos en el gobierno únicamente aquellas funciones que por nosotros mismos, o a través de organizaciones voluntarias espontáneas, no somos capaces de realizar.
Los pensadores liberales clásicos han advertido de los peligros inherentes al ejercicio del poder ilimitado de los gobiernos. Así, decía Thomas Paine: “el gobierno, incluso en su mejor versión, es solo un mal necesario”; y Jefferson añadía: “El mejor gobierno es el que gobierna menos”.
Este temor al poder político se funda en el hecho objetivo de que los gobiernos poseen el control y monopolio de la fuerza y, por ende, de la coacción; pueden limitar nuestro patrimonio (exacciones fiscales) y tienen imperio sobre nuestras vidas y libertades.
Compite con esta tradición una visión más radical y a veces revolucionaria, que imagina las constituciones como instrumentos para el logro de bienes sustantivos, como, por ejemplo, la igualdad. Las constituciones, así, no se diferencian de las políticas públicas y sustraen de la deliberación democrática diversos temas sustantivos que pasan a estar determinados fija e inamoviblemente en la Constitución. Esta visión se sustenta en la creencia de que no existe constricción alguna en la naturaleza humana que pueda impedir su perfeccionamiento indefinido, que el ser humano es una tabla rasa de la cual, dadas las estructuras correctas, puede emanar un “hombre nuevo” perfecto, capaz de construir el paraíso en la tierra a través de cambios en las estructuras organizativas de la sociedad.
Los liberales, en cambio, tienen conciencia de sus limitaciones morales, las que no son fáciles de modificar y ello impone restricciones a la acción política y exige límites y contrapesos a quienes ejercen el poder, en cuanto estos participan de esa misma naturaleza humana imperfecta y no son mejores ni más virtuosos, ni más sabios que nosotros los gobernados.