En la primera parte de este brevísimo elogio al cine del Hollywood clásico argüíamos que la sobrevaloración de lo nuevo, propia de la cultura contemporánea, creaba una sombra sobre todo lo ya hecho, un fenómeno que oprime a todas las artes, pero que es especialmente duro con el cine. Siempre se va a enseñar a Shakespeare o Goya en algún momento de la educación formal, pero un adulto puede pasar la vida sin sentarse delante de un Hitchcock. El cine clásico lleva las marcas del pasado en la ropa de los actores, en el estilo de los decorados, en las formas elusivas de abordar conductas que se consideraban inapropiadas, y todo ello recuerda cosas que pasaron de moda. Incluso, los mismos arreglos musicales, casi siempre deudores del sonido del momento, pueden alejar rápidamente al individuo con poca –por así decir– “paciencia”, poca disposición. Las pinturas de Pollock, en cambio, aún se sienten intensamente “modernas”, pese a que son estrictamente contemporáneas al cine clásico.
Quien pierde en este arreglo no es la industria del cine, que ya rentabilizó hace décadas las inversiones hechas en sus películas, sino nosotros, los espectadores. Si se me perdona que incluya bajo cine clásico una multitud enorme de películas, de rangos, pretensiones y resultados muy distintos, parte de la belleza que nos perdemos al omitir estas películas está en:
El gusto por la simetría. El balance entre comienzos y finales, las repeticiones de planos o situaciones que se reflejan entre sí y a la vez cambian de connotación según avanza la narración, entre otras cosas, eran buscadas y manejadas magistralmente por los grandes maestros. Esto, que parece abstracto y arriesga pasar desapercibido, transmite una indudable armonía del todo, una composición orgánica que refleja inteligencia y causa placer.
La confianza en sus imágenes. Era escaso el cine clásico que se cuestionaba irónicamente su propia naturaleza. Sí reflexionaba sobre la mirada, la potencia pero también los sesgos del punto de vista, todos problemas del cine, pero también de la vida misma. Basta con solo pensar en “Vértigo” (1958). Pero el cine no se entendía como un juego en quien se muestra más descreído del relato. Hacer cine metacinematográfico nunca estuvo de moda como ahora. El cine clásico confiaba en lo que ponía en el cuadro y en esa confianza, incluso hoy, obliga al espectador a entregarse a sus imágenes. Dicho de otra forma, nadie puede mirar irónicamente toda “My Darling Clementine” (1946). En algun momento, Ford te seduce, te lleva a su mundo y te compromete emocionalmente. Con otros recursos, Keaton, Lubitsch o Hawks hacen lo mismo. La película deja de ser una película y se convierte en algo muy parecido a una experiencia vital.
Los acuerdos en torno al género cinematográfico. Esta era una de las fundaciones del cine clásico y una de las vías por las que mantuvo su estrecha relación con el público. El género –comedia, western, melodrama, aventuras, cine negro…– permitía a productores, actores y directores acordar más fácilmente lo que estaban haciendo, y al público, regular sus expectativas respecto a lo que iban a ver. Las convenciones de cada género eran una tierra conocida sobre la que los grandes directores se movían a sus anchas, aprovechando sus reglas y subvirtiéndolas cuando era necesario. Los espectadores contemporáneos suelen ver estas convenciones como lugares comunes, clichés y señales de conservadurismo artístico. Yo prefiero verlas como un patrimonio acumulado de narraciones, con ingredientes míticos o fundacionales, con situaciones familiares, pero también giros audaces, que arrojan nueva luz sobre problemas eternos. Los grandes directores rara vez eran artísticamente conservadores. Que lo parezcan a ojos distraídos es otra cosa. El género era el lenguaje del momento, las reglas del juego, una solución que, desprestigiada como está, obliga a los directores actuales a partir de cero en cada película, algo ciertamente desgastante.
Un mundo por explorar. Fueron tantas las cintas que se hicieron entre 1920 y 1960 que explorar ese material puede tomar varias vidas. Con todo, los espectadores aficionados solo necesitan recurrir a los grandes directores, a las películas inolvidables. El paso de los años ha generado un destilado de joyas, donde es prácticamente imposible tener una mala experiencia.