Incendios provocados intencionalmente. Era lo que faltaba para terminar de hacer fatal la partida de 2021.
La pandemia no afloja, ni aquí ni en el resto del mundo. El alivio que suscitaron las vacunas se esfuma como pompa de jabón. Con esto de las cepas “inglesa” y “brasileña”, se desata la sensación viscosa de que el maldito virus les va ganando la partida a sus huéspedes, los humanos. Es más ágil y más inteligente; no tiene fronteras; muta más rápido.
Para los que estaban en condiciones de hacerlo, la ilusión de salir de vacaciones se desploma. Para otros, lo que se hunde es la expectativa de aprovechar la temporada estival para recuperar algo de sus negocios.
El 2020 fue miserable, pero al menos trajo consigo novedad y hasta una cierta épica. Tuvimos que probarnos a nosotros mismos —y también ante los demás— que podíamos adaptarnos y reorganizarlo todo, desde la vida doméstica a la laboral, desde los planes educativos a las relaciones afectivas. De eso ahora solo queda la fatiga, más la rutina de seguir día a día en lo de siempre.
La vida cotidiana es plana y frágil como un vidrio. La monotonía que se va comiendo la curiosidad y la sensibilidad. Los que tienen trabajo multiplican el esfuerzo para sostenerlo; los que lo perdieron o no lo tienen encaran la angustia de una incertidumbre que se prolonga sin fecha de término. En este clima, obvio, no podía faltar un grupo de trastornados como el que fue a “funar” al ministro de Salud en su hogar.
Pero el agobio no se agota en la pandemia. Las noticias de La Araucanía son pavorosas. No es solo la ritual quema de camiones, maquinarias, casas, iglesias, campos. Es que aumentan las muertes; dos en un día. La bochornosa impotencia del Estado se ha vuelto costumbre. No garantiza el orden público, no controla el territorio. Y cuando intenta hacer valer su autoridad, es atacado y se ve obligado a huir.
Los acontecimientos internacionales no ayudan a levantar el ánimo. El espectáculo de esas huestes (en su mayoría hombres y blancos) asaltando el Capitolio luego de ser instigados por Trump, de seguro marcará el año recién inaugurado, y seguramente la década. ¡Qué vergüenza para un país cuya identidad se alimentaba de ser el faro de la democracia en el mundo!
El ataque al Capitolio no fue una escena aislada. Fue el resultado de un proceso sistemático dirigido a plantar mentiras, a fomentar la polarización, a avalar la violencia, a manipular las instituciones en beneficio propio. La asonada fracasó, pero el golpe al prestigio y autoridad de Estados Unidos fue mortífero, y está destinado a perdurar. Trump, su cara visible, dejará Washington en los próximos días, pero la vasta red de poderes que desvergonzadamente lo apoyaron y justificaron sigue y seguirá viva, acentuando la ya inevitable decadencia de lo que alguna vez se llamó el “imperialismo americano”.
Frente a tales sucesos hay que admitir que la clase política chilena es un lujo. La forma como canalizó el “estallido” en un proceso institucional quedará para los récords Guinness. En estos días logró cuadrar las listas para constituyentes, alcaldes, gobernadores y concejales, lo que no es poca cosa. Hay que dar mérito también a los independientes, presentes a pesar de los obstáculos. Y por sobre todo a los pueblos originarios, que en un tiempo mínimo consiguieron levantar candidaturas para sus escaños reservados. Todo esto, sin embargo, se ve parcialmente opacado por una competencia presidencial que en lugar de servir de alivio al peso del presente ofreciendo proyectos acerca del porvenir, podría ser infectada por el clima de enervamiento propio de la pandemia.
Para quien tenía la esperanza de que el nuevo año dejara atrás las penurias del anterior —como es mi caso—, los primeros días han sido un fiasco. Tanto así que dan ganas de pedir devolución y volver al 2020.