“¿No es cierto?”, repetía Vicente Cantatore cuando enfrentaba los micrófonos y libretas en un periodismo que ya se fue. Con su muerte, parte un trozo grande del fútbol chileno. El técnico que inició los títulos en Cobreloa, el de las dos victorias ante Nacional y Peñarol, cuando el Centenario era vedado para nuestros cuadros. Se hablará y escribirá mucho del ex centro half y back centro, la nomenclatura de los años 60 que lo recibió en Rangers y Santiago Wanderers. Se recordará su impronta futbolística, con la pelota a ras de piso, que sonaba fuerte en Lota Schwager y los loínos, cuando sus jugadores ejecutaban los pases. Era un ruido único, inconfundible, seco e inolvidable.
Sus equipos priorizaban la pelota. Atacaban con orden y a la hora de cerrarse no se ruborizaban. Su elección de futbolistas hablaba de su gusto. Zagueros fieros, pero no pataduras, como Mario Soto, Hugo Tabilo, Raúl Gómez y Eduardo Gómez. Prefería que estuvieran en las dos, como ocurría con Armando Alarcón y Héctor Puebla. Apostaba por los técnicos, de la cuerda de Enzo Escobar o Víctor Merello, también por los finos, como Rubén Gómez o Juan Covarrubias; los delanteros guapos tipo Jorge Siviero, los encaradores, al estilo de Óscar Roberto Muñoz, o los vivos e infatigables, del corte de Juan Carlos Letelier. Con ese ojo que distingue al entrenador que ve más allá, convirtió al puntero derecho Eduardo “Hippie” Jiménez en volante de contención y después en zaguero central.
En la banca naranja fue el responsable de que Cobreloa se transformara en un equipo generacional, que superó con largueza las fronteras de la provincia de El Loa. Por muchos años al conjunto de Calama se le faltó el respeto, con el argumento de que fue un proyecto de la dictadura. Una mentira tan grande como el hoyo de Chuquicamata, porque la extinta Asociación Central de Fútbol rechazó tres veces su incorporación al profesionalismo.
No le fue bien en Audax y Colo Colo; en Universidad Católica alternó buenas y malas. Dirigió en un partido a la selección (28-10-1984), en una victoria 1-0 ante México, con un notable tiro libre de Jorge Aravena. El fútbol nacional estaba en la ruina institucional y Cantatore optó por no llegar a las eliminatorias de México 86. Eran años tumultuosos, en que la dicotomía de ganar a toda costa campeaba. La trampa y el dopaje dominaban la escena, sin soslayar la presencia de varios árbitros corruptos.
Su norma de conducta fue invariable. En sus equipos no entraban los farmacéuticos, tampoco se prestaba para contubernios. El prestigio lo tuvo en Chile, Sudamérica y España, donde triunfó en el siempre modesto Valladolid. El colectivo era lo primordial, sin concesiones. Por eso no dudó en marginar a un jugador, que al verse suplente en un amistoso de pretemporada, acusó un dolor de estómago. Al subir al bus de regreso, Cantatore lo sorprendió en los asientos finales riéndose mientras degustaba un jugoso durazno de exportación. Una medida que marcó su paso por el Cacique, pero que ilustra su visión del oficio de entrenador. Eligió Viña del Mar para vivir, con el café Anayak y los amigos para la tertulia y la partida de dominó. Adiós a un hombre de fútbol