Casi como en los viejos tiempos, esta semana reaparecieron los viejos odios y temores frente a los organismos internacionales del fútbol. “La señora FIFA” y “los viejos carcamales de la Conmebol” emergieron como un fantasma tras la suspensión del partido entre Coquimbo y Defensa y Justicia.
Que no habrá más encuentros internacionales en Santiago y que hasta la selección podría perder la localía se dijo, aduciendo que nuestro país había cambiado los protocolos sanitarios sin avisar a Luque y que no se habían respetado los acuerdos suscritos para crear “la burbuja sanitaria” que permitió que se llevaran a cabo la Libertadores y la Sudamericana, dos certámenes complejos desde el punto de vista de la logística y que se realizaron bajo un marco teórico común: el fútbol estaría sujeto a reglas particulares, que debían ser uniformes para todas las latitudes.
Como en Chile la organización de los partidos está absolutamente regida por la autoridad (política, policial y sanitaria) cuesta entender el punto. Acá cada Seremi regional aplica sus propios protocolos, y aún así los clubes son capaces de burlar los acuerdos por propia conveniencia, con la indiferencia y, a veces, la ayuda de la ANFP. Por eso —a diferencia de lo que pasó en Sudamérica—, los partidos se suspendieron varias veces, con distintos criterios y ninguna sanción efectiva. Incluso hay una acusación de suplantación de identidad, que no pareciera no incumbir a los tribunales del fútbol, extrañamente.
Esa subordinación, que en nuestro país es norma —porque no existen las capacidades para imponer el orden, establecer las programaciones autónomamente o acordar un protocolo sanitario y cumplirlo—, en Sudamérica, por historia y obligación, no existe. Por el contrario, son los países los que deben suscribir compromisos con la Confederación, so riesgo de penas capitales.
El incidente de Coquimbo fue, por ende, una humillación, donde las autoridades nacionales debieron dar marcha atrás, borrar y rebobinar las medidas que habían adoptado. De un plumazo desde Luque dejaron en claro que tratar de desafiar su poder de manera chapucera y con explicaciones vagas traerá las penas del infierno.
Los piratas pagaron las consecuencias y deberán jugar cuando y donde les digan, mientras que Pablo Milad deberá ir a Luque no a pedir explicaciones, sino a tratar de explicar por qué la federación chilena no puede alzar la voz ni golpear la mesa. Eso no es —como se ha dicho— no tener influencia en los pasillos de la Conmebol, sino no entender la importancia de la autogestión, de la subordinación de los clubes a los reglamentos y, sobre todo, la ausencia de liderazgos legítimos dentro de la ANFP, que ha obrado desde hace mucho tiempo sumisa ante las presiones de sus propios afiliados. Una rémora de los tiempos de Sergio Jadue jamás corregida.
No es que en la Conmebol —o en la FIFA— sean blancas palomas, adalides de la justicia u organismos ejemplares. Lo que nos pasa es que, incluso ante ellos, no tenemos defensa posible.