Ninguna de las mejores películas que vi en 2020 fueron del año 2020, ni del 2019 ni 2018. Ni siquiera se estrenaron este siglo. La más nueva fue, seguramente, “The year my voice broke”, de 1987, una preciosa cinta australiana de John Duigan, que agradezco a una recomendación del escritor Daniel Villalobos. Otras grandes películas del año fueron como “Ninotchka” (1939), “Frenzy” (1972), “The trouble with Harry” (1955), “Marnie” (1964), “Family plot” (1976), “La soga” (1948), “Más corazón que odio” (1956), “Un tiro en la noche” (1962), “Wagon master” (1950), “The last hurrah” (1958), “The young Mr. Lincoln” (1939) “Qué bello es vivir”(1946), “Sabouteur” (1942), “El último hombre” (1924), “El gabinete del Dr. Caligari” (1920), “Taramind seed” (1974), “Valparaíso mi amor” (1969), “Strangers when we meet” (1960) o “Fuerte Apache” (1948). Hay mucho John Ford y mucho Hitchcock, es evidente, pero la baja cantidad de estrenos del año permitió sumergirse con más cuidado y atención en los matices de cinematografías enormes, inabarcables en un solo año, que permiten repetirse películas sin titubear y siempre descubrir, aprehender, cosas no vistas. Pese a que no es una lista rigurosa, sino apenas gozosa, cualquiera de estas cintas es muy superior a algo como “Mank”, la última película de David Fincher, recientemente estrenada con gran ruido en streaming, filme que pretendía homenajear el Hollywood del cine clásico y en realidad resultó pretenciosa, sobrecargada, gruesa y pobremente filmada. Por lo pronto, en el cine clásico —si bien esa etiqueta es demasiado amplia, y abstracta para retratar lo que pasó en el cine industrial entre las décadas de 1910 y 1950— resulta difícil imaginar que alguien se hubiera dado la molestia de filmar una cinta sobre algo tan poco cinematográfico como la escritura de un guion.
Obviamente, resulta idiota comparar los estrenos de un año, especialmente de un año tan raro como 2020, con lo mejor que ha producido el cine en su historia. No hay mayor punto en eso. Pero el ejercicio sirve para poner en relieve la sobrevaloración que se le otorga a lo nuevo, solo por su calidad de nuevo: “La última cinta de Pixar”, “la última cinta de Nolan”, “la última cinta de Fincher”, “lo mejor del 2020”… Esta debilidad por lo nuevo obviamente sobrepasa el mundo del cine e involucra a todas las artes y, a la larga, a toda forma de consumo. Es esencial para mantener la vitalidad del comercio y de los medios de comunicación masiva —ofrecer noticias, novedades es esencial a su estructura—. Pero otra cosa es que los espectadores asumamos esa necesidad sin ojo crítico, inquietud o búsqueda. De hacerlo, ciertamente limitamos el entendimiento, pero sobre todo la experiencia que podemos tener del cine (o de la novela, del ensayo o del teatro). Hay muchas emociones, muchos personajes, mucha energía, reflexión y belleza guardado en el cine durante las primeras seis décadas del siglo XX. Incluso hasta mediados de los años 70, Hollywood, con todas sus restricciones, fue cuna de una creatividad única, que hace empalidecer muchos de los esfuerzos actuales. Hollywood recibió a muchos de los mejores escritores, dramaturgos y músicos de su generación, que se juntaron con directores que habían aprendido muchas veces su oficio en el teatro o desde abajo, como tramoyas o suches, a pura práctica y experiencia, viendo literalmente qué funcionaba y qué no. Existía lo que hoy se llamaría un ecosistema muy favorable a la creatividad y la agudeza, que al mismo tiempo estaba conducido, limitado, por fuerzas conservadoras que buscaban mantener rentable el negocio dándole a los espectadores lo que ellos esperaban. Esta tensión se daba en una cultura que tenía fe en las imágenes y el cine, que confiaba en lo que se mostraba y en lo que dejaba de mostrarse, que confiaba la convención, como diría el crítico Gilberto Pérez. Era también un cine que trataba a los espectadores como adultos y, en consecuencia, confiaba en que entenderían sin necesidad de subrayarlo todo, sin la necesidad de herir su inteligencia. Hay mucho que explorar, revisar, volver a mirar en este cine, demasiado. Cuando se comienza a hacerlo con algo de sistematicidad, el cine contemporáneo se siente, en general, cuando no infantil, muy delgado.