Los siglos históricos no coinciden con los calendarios. Ni su inicio ni su cierre. Una periodización famosa es la que propusiera Eric Hobsbawm. Según el historiador británico, el siglo 19 se habría prolongado desde la revolución francesa hasta la Primera Guerra Mundial, en1914, y la caída de los grandes imperios europeos. El siglo 20, dice a su vez, no terminó el año 1999, sino antes, en 1991, con la desaparición de la Unión Soviética. Antes o después, poco importa. Con un mundo embriagado por el optimismo que despertaba el triunfo inexorable del capitalismo, de la democracia liberal, de la globalización y de los Estados Unidos, el siglo 21 se dio por inaugurado con fanfarria.
Hubo accidentes, algunos dramáticos. Pensemos en las Torres Gemelas el 2001, con la subsecuente sucesión de guerras en el Medio Oriente; o la crisis de 2008, que provocó la irrupción del populismo y las “democracias i-liberales”. No obstante, la idea de que estábamos en el siglo 21 parecía bien asentada. Hasta ahora, cuando varios analistas han anunciado que estábamos equivocados. Lo que inaugura definitivamente el siglo 21 es la pandemia del covid-19. Podría no faltarles razón.
The Economist menciona tres quiebres de proporciones ocurridos el año que acaba de concluir. El primero es la interrupción de un fenómeno que se presentaba como imparable: la globalización. Los números son espeluznantes: el comercio internacional declinó 9 por ciento; los vuelos programados en diciembre pasado se redujeron 45 por ciento respecto del año anterior, y solo el primer semestre de 2020 el turismo internacional cayó 65 por ciento. La segunda es la guerra económica entre EE.UU. y China, que a juzgar por las cifras la segunda está ganando con creces. La tercera tendencia es la denominada “tech-aceleration”. En ocho semanas, dice la consultora McKinsey, el avance de la digitalización del consumo y los negocios ha dado un salto de cinco años. Lo mismo se ve en todas las dimensiones de la vida cotidiana: trabajo, educación, relaciones afectivas…
Si de quiebres se trata, Chile no se ha quedado atrás. Las tendencias globales también han llegado a nuestras costas, pero a las mismas se superponen otras de índole local, varias gatilladas por el llamado “estallido” de 2019.
Está en marcha, de partida, la fabricación de una nueva Constitución, pacto que tendrá que definir principios y reglas para gobernar los dilemas de este tiempo, no los del siglo 20. El proceso está cargado de primicias: se realiza en democracia, y la Convención elegida para escribirla será paritaria y dispondrá de escaños reservados para los pueblos originarios. Como ha escrito Pedro Gandolfo en estas páginas, esto último “significa un cambio esencial en la forma en que la República de Chile se relaciona con esos pueblos”, e implica “que no hay un único pueblo, sino varios, dotados de una cultura y voluntad propias”.
Eso no es todo. Este año se eligen todas las autoridades de la república. Con una novedad: que a consecuencia de la nueva norma que regula las reelecciones, muchas deberán dar un paso al costado. Por ende, como nunca después de 1990, dispondremos de un elenco renovado a cargo de la gestión de la cosa pública, que deberá someterse además a las nuevas normas que determine la Constitución.
Si esto aún fuera poco, se ha pulverizado la cartografía de alianzas políticas que nació de la dictadura y se consolidó en la transición, dando lugar a una miríada de nuevos partidos, polos y coaliciones, lo que forzará a encontrar nuevas rutas para alcanzar la gobernanza del país.
A juzgar por la envergadura de los cambios a nivel global y local, no resulta tan descaminado afirmar que 2020 marca el inicio del siglo 21. Ojalá sea cierto esta vez.