Nunca nos habíamos alegrado tanto de dejar atrás un año. Nunca habíamos vivido algo igual. Nunca habíamos pensado que algo así podía ocurrir.
Todo parece indicar que la luz al final del túnel es real. Y que si bien vienen meses difíciles, la vacuna nos inyectará anticuerpos y sobre todo esperanza. De alguna forma renovaremos la fe en la ciencia. Aquella que súbitamente pusimos en duda por culpa de un murciélago.
Solo 20 años atrás, el milenio se iniciaba convencidos de que las pestes de la Antigüedad, las gripes españolas y las gripes asiáticas eran cosas del pasado. Que la ciencia había tomado el control de la naturaleza. Que cosas como esas nunca más volverían a ocurrir…
El coronavirus, sin embargo, fue un baño de realidad.
Y así como la ciencia vivió su proceso, la política hizo lo propio…
Tal como ocurrió con la ciencia, el milenio se inició con el convencimiento de que la confrontación ideológica se había acabado. Vivimos un corto período en el que la historia “se terminó”. El concepto de Fukuyama, basado en la dialéctica hegeliana, según la cual habíamos llegado a los grandes consensos en torno a la democracia liberal y la economía de mercado. Todavía estaban los escombros del muro de Berlín y las fumarolas de los restos de la cortina de hierro.
Durante algunos años vivimos un período en que la discusión se basaba en matices sobre cómo perfeccionar el modelo. Pocas diferencias había entre Tony Blair y Aznar, entre Felipe González y Chirac. En el amplio espectro del centro se habían encontrados casi todos. Los populismos ideológicos habían quedado atrás.
Pero los estallidos sociales del mundo fueron un baño de realidad. Y el nuestro particularmente intenso.
Hemos vuelto a escuchar los cantos de sirena, las soluciones mágicas, las utopías, los paraísos prometidos. Como tantas veces en la historia.
Así, ciencia y política serán dos caras de la moneda que marcará el 2021. Y si bien respecto del coronavirus bailaremos al ritmo de las farmacéuticas y de los contratos que logremos hacer cumplir, en la política bailaremos nuestra propia música.
La elección de constituyentes dará una primera señal de hacia dónde vamos. Quiénes son los elegidos, cuáles son los porcentajes. ¿Militantes o independientes?, ¿moderados o destemplados?, ¿de derecha o de izquierda? Pero por sobre todo, lo que marcará el futuro del proceso estará dado por el respeto de las reglas del juego. Por la necesidad de llegar a acuerdos. Por la condena a la violencia a quienes pretendan rodear la Convención.
El camino constitucional, suscrito por las fuerzas democráticas, le permitió a Chile establecer un camino sobre el cual transitar. La utopía de la “casa común” que resolverá todos los problemas gracias a la existencia de derechos sociales es una fantasía. Sin embargo, el proceso constitucional es una forma de resolver las divergencias en las que estamos sumidos. Es un camino para corregir y seguir adelante. Obviamente tiene muchos riesgos, pero el mayor era quedarnos dentro del hoyo.
La segunda prueba clave de 2021 será la elección presidencial. Y las preguntas son las mismas. Los riesgos son los mismos, pero los efectos de corto plazo serán más sustanciales. ¿Primarán las alternativas que tienen credenciales democráticas o la elección estará marcada por las Pamela Jiles o los Daniel Jadue? ¿Volveremos a transitar por los caminos de la moderación, de los cambios graduales, de la responsabilidad fiscal o tomaremos un atajo como hemos visto tantas veces en Latinoamérica?
El año 2020 fue el del fin de las certezas. En ciencia y política. Nos dimos cuenta de que la llegada a un supuesto estadio superior no es nunca ni definitiva ni permanente.
El año 2021 comienza con muchas preguntas. De cómo se empiecen a responder depende gran parte del futuro. Tal vez por eso podemos considerarlo como el “año decisivo”.