“El viento se levanta/ ¡hay que intentar vivir!”, dicen unos versos memorables del poema “El cementerio marino”, de Paul Valéry. Alguien —con quien tomaba un café— me los recordó el otro día y, al separarme de mi contertulio, esos sugerentes versos siguieron por largo rato reverberando en mí y todavía me persiguen y por eso escribo esta columna. Qué curioso, esos versos que yo conocía habían estado como escondidos en un poema que yo mismo había leído escolarmente y recuerdo incluso haberlos citado desprevenidamente en alguna clase de literatura, como ejemplo de algún aspecto técnico de la poesía. Pero los versos de repente se yerguen (Octavio Paz dijo que la poesía es lenguaje erguido) y toman vida propia, se separan del resto del poema y nos dicen algo que entendemos sin entender, que es el mayor de los entendimientos. Es como un mensaje enviado desde otra parte que de pronto nos alienta a vivir. Que nadie me diga que la poesía no sirve para vivir. Los poemas están llenos de relámpagos como este, relámpagos que iluminan nuestra larga noche sobre la tierra. Muchos poemas van a desaparecer, pero los van a sobrevivir algunos de esos versos-relámpagos. Como “piedra en la piedra/ ¿el hombre dónde estuvo?”, de Alturas de Machu Picchu, o en “el peligro crece también lo que nos salva”, de un poema de Hölderlin.
No es necesario ser lector de poesía ni alumno de literatura para ser tocados por un verso. Al revés, muchas veces un exceso de conocimiento técnico e intelectual sobre la poesía puede impedirnos ser traspasados por ella, con toda la inocencia y apertura que eso implica. La poesía consuela, aunque su consuelo no tenga que ver con los que suelen ofrecerse en el “mercado del consuelo” del que hablaba Rilke. Es otro tipo de consuelo: es la “otra voz” que escucharon los náufragos, los extraviados y también los prisioneros o los confinados, para resistir los cantos de sirena de la desesperación. El hombre, “zoon phonanta”, animal que habla (según Aristóteles), necesita alimentarse de palabras. De palabras vivas, reverberantes. Entre tanto virus informativo que nos enferma (incluso más que el virus de la biología), nos falta esa palabra “otra” que nos dé garantía de no engañarnos ni embaucarnos, envenenarnos de miedo o sospecha, o sea, de exceso de información. Es como la voz del consueta que le sopla al actor las palabras que se le olvidaron, cruciales para seguir en escena: “el viento se levanta/ hay que intentar vivir”. No vivir, “intentar” vivir. ¿No es esa la gran Odisea de todos nosotros hoy, habitantes de este mundo sin co-inmunidad (comunidad), la de “intentar vivir”? Es fácil dejarse abatir en estos días por la melancolía y la desesperanza. Pero el viento se levanta… y estos versos nos dicen que debemos ponernos a caminar de nuevo, es un imperativo, pero un imperativo dulce: después del “hay”, viene el verbo “intentar”. Somos humanos, no dioses.
Paul Valéry, un poeta clásico, orfebre de poemas perfectos, jamás pensó que unos versos suyos iban a tomar vida propia para ir a salvar a otros. Hayao Miyassaki, el extraordinario director de cine japonés, titula así una película autobiográfica: “El viento se levanta”. Tiene que ver con sus padres, con la generación japonesa que vio caer bombas del cielo destruyéndolo todo, devastando el mundo seguro de la infancia. ¿Qué une a Valéry con Miyassaki, un creador de cine de dibujos “animé”? ¿Qué tiene que ver Paul Valéry con nosotros? Los poetas son solo instrumentos y los versos pasan a través de ellos. No fueron escritos para agradar a un crítico o hermeneuta. Los versos son un llamado que la vida misma nos hace, con su infinita sabiduría. Un “mantram” para este año nuevo incierto y que me sorprendo a mí mismo repitiendo como una oración, mientras camino por las confinadas calles y que ojalá contagie —como me contagiaron a mí— a alguien que los lea en esta columna: “El viento se levanta/ ¡hay que intentar vivir!”.