En la vida real, la Navidad y las fiestas de fin de año pueden ser una joda, una lucha contra el tiempo, el tráfico, el calor y el exceso de expectativas de los otros sobre nuestra buena disposición en el proceso. Las películas de Navidad, en cambio, son un mundo aparte, donde las peores tensiones tienen un final feliz, los protagonistas llegan a acuerdo con el mundo y el espectador tiene la impresión de que la vida puede ser un lugar lleno de calor humano y contención afectiva. Incluso, las cintas navideñas menos convencionales contienen algo de ese horizonte, como “3 Godfathers” (1948), “Duro de matar” (1988), “Batman Returns” (1992) o, disparando un poco lejos, “El padrino” (1972). Quizá necesitamos imaginar que el mundo puede ser distinto. Quizá la película navideña conecta con cierta nostalgia por esos días de la infancia en que la Navidad era efectivamente un momento mágico, no solo por los regalos, sino porque se juntaban tíos y primos y circulábamos sin demasiadas reglas por esa noche larga (y buena).
“Qué bello es vivir” (1946), de Frank Capra, es posiblemente la película navideña más navideña de todas. Cuando lo que daban en televisión importaba algo, era número seguro de estas fechas. Hoy, días en que las películas viejas se desprecian con una facilidad que revela cierta ignorancia por la naturaleza misma del cine, no está de más recordar el brillo que aún mantiene, lo extraordinario que aún resulta.
Por supuesto, la cinta es criticable hoy por las mismas razones con que fue criticada en su estreno: su idealización de pueblo chico y la gente “sencilla”; la caricaturización de personajes como Potter (Lionel Barrymore), un desalmado inversionista que no quiere otra cosa que acabar con la compañía de préstamos y construcción de George Bailey (James Stewart); o la misma idea de que el primero representa el capitalismo duro, realista, mientras el segundo, un capitalismo sensible, comunitario, con rostro humano.
Sin embargo, gracias al talento y el oficio de Capra y sus colaboradores, la cinta se sobrepone a todos sus flancos débiles. Logra enternecer al espectador desde el primer minuto, cuando solo vemos edificios y escuchamos voces en off rezando por George Bailey. Y pese a que luego asistimos a una conversación nada menos que entre Dios y san José, Capra ya nos logró acomodar en las reglas de su universo, regido por la bondad y la calidez de los lazos afectivos.
Cuando el sentimentalismo suele ser una mala compañía, es difícil invocarlo y salir bien parado. Capra lo hace gracias a un guion preciso, actuaciones finas y una puesta en escena que revela gran inteligencia y sensibilidad. En la escena en la estación de trenes, Bailey se da cuenta de que nunca podrá escaparse de Bedford Falls y los espectadores sentimos todo el peso de ese destino a través de un par de planos muy casuales, con un Stewart que parece no estar actuando. La conversación por teléfono de Bailey, Mary (Donna Reed) y el pretendiente de Mary utiliza un solo plano, aparentemente muy simple, pero Capra lo desborda de tensión sexual. La lluvia el día en que Bailey y Mary se casan se convierte en un anticipo del desastre financiero, pero hace también inolvidable la “luna de miel” que ella montará más tarde. En cada detalle hay una maestría enorme que, a la vez, casi no se hace notar.
En un homenaje —y, a la vez, vuelta de tuerca— a “Canción de Navidad”, de Dickens, “Qué bello es vivir” es un cuento fabuloso sobre el sueño americano, el valor de la comunidad y el sacrificio cristológico encarnado por Bailey. Algunos planos han resistido mejor el paso del tiempo que otros, pero donde la cinta sigue planteado un ideal lleno de luz, ternura y amor es en la pareja de Mary y George. Bajo la máxima expresión de película navideña, se esconde una catedral sobre el matrimonio.
Qué bello es vivir
Dirigida por Frank Capra.
Con James Stewart, Donna Reed y Lionel Barrymore.
Estados Unidos, 1946, 130 minutos.
DRAMA / FANTASÍA