Uno de los momentos más bajos de la cultura pública chilena —aquella que refleja estados de ánimo, creencias y conciencia de sí mismos de los grupos ilustrados— fue aquel cuando a fines de los años 1980 se puso en circulación la frase “adiós, América Latina”, cuyos ecos se escuchan hasta hoy.
¿Qué significaba esa frase infeliz?
Ante todo, dejar atrás un “mal barrio”, pobre, violento y sin futuro. En seguida, el deseo de parecerse más a Australia y a Nueva Zelandia que a los países andinos o del Cono Sur. Por último, una afirmación —de inocultable tono clasista y racista— de una superior identidad nacional.
Unificaba así, de golpe, una serie de mitos de la historia patria. Y fundaba una nueva narrativa triunfante: la movilidad ascendente de una nación entera y su separación de una región que padecía, otra vez, una década perdida según calificación de la Cepal.
Sorprende que frase tan presuntuosa fuese pronunciada justo cuando Chile se había integrado —sin mayor vergüenza— en la América Latina de los golpes militares, las dictaduras, los caudillos autoritarios y las violaciones de los derechos humanos. (Incluso en este punto, la mentalidad “adiós América Latina” proclama para Chile la mejor dictadura, la más eficiente macroeconómicamente y la de indicadores sociales superiores.)
Observado desde el panorama actual, aquel lamentable dicho no solo transmitía una pretensión equivocada, sino que resultó, además, un fiasco.
Pues Chile ha vivido durante la última década —hasta hoy— la misma vorágine que el resto de la región: debilidad institucional, polarización política, baja popularidad del gobierno, concentración de la riqueza, corrupción (incluso en las FF.AA. y policías), violencia rural, bandas narco, devastador impacto del covid-19, desigualdades insoportables, ciclos de protesta social, fenómenos de anomia, fragmentación de los partidos y pérdida de confianza en la política democrática.
¿Por qué traer a colación todo esto, ahora?
Porque vivimos días propensos a la reflexión que sirven también para examinar la evolución de nuestra cultura pública y aprender de sus fallos.
Somos parte y estamos insertos en América Latina, una región donde la modernidad no ha llegado aún o ha llegado incompleta, según Octavio Paz. Faltan aquí, decía él, los supuestos culturales —políticos, filosóficos, científicos y literarios— que en Europa dieron vida al proyecto de la modernidad.
En Chile, esa falla se expresa en la cultura pública del adiós a la región, alimentada de complacencia con una modernidad impuesta por una dictadura bien asesorada y por las luces del consumo y el mito del país superexitoso.
¡Cuán poco ha durado esa ilusión! Estamos de regreso en medio del barrio al que pertenecemos y con cuya suerte estamos indisolublemente unidos. Es hora de reconocer nuestro destino.