“El marxismo es todopoderoso porque es verdadero”. ¿Una boutade? No se crea. La sentencia de Lenin despertó una incondicional adhesión en la Rusia de Stalin, la China de Mao, la Albania de Hoxha, la Corea de Kim Il-sung. También en los refinados estudiantes de la Europa de los sesenta, y en los setenta, en los que formaron Sendero Luminoso en las universidades de la sierra peruana. Contiene el virus de todo dogmatismo moderno: la apelación a la ciencia —como en otras épocas a la tradición o a la divinidad— como herramienta de explicación de la acción humana, sin excepción. A partir de ahí busca y selecciona “evidencias palmarias” que confirman sus supuestos, se siente todopoderoso por haberlas obtenido, y denuncia la disidencia a nombre de la verdad. Cualquier asomo de duda o perplejidad, cualquier invocación a creencias o valores, es sancionado como una debilidad que puede llevar a la catástrofe —un arrebato de “buenismo”, para emplear el lenguaje de estos días.
Gracias a la ciencia, el dogmatismo, del signo que sea, sabe las motivaciones que los propios actores no consiguen discernir. Y ofrece de sus actos una visión unívoca: los políticos, por ejemplo, solo buscan votos; los gobernantes, poder; los académicos, fama; los consumidores, placer; los votantes, granjerías; los periodistas, audiencias; los curas, adoradores; los artistas, reconocimiento; los empresarios, lucro. La conducta humana, empero, es menos categórica. Si lo fuera bastaría con conocer algunas leyes, y seguirlas, para que el mapa de la vida sea cristalino. Carecerían de sentido actividades de tan larga data como la magia, la religión, el arte, la política, y desde luego, la terapia.
Si Freud tiene razón, y toda conducta humana es dirigida por esa “energía de las pulsiones o instintos” que es la libido, igual hay que tener en cuenta que esta es contradictoria. De un lado está Eros, la pulsión de vida, y del otro Tánatos, la pulsión de muerte, como se encargó de subrayarlo en las postrimerías de su vida, cuando el mundo a su alrededor se caía a pedazos. Esta tensión está presente en toda acción humana. Por lo mismo ella no puede ser interpretada en forma lineal, como lo hace la mirada dogmática. Junto con votos los políticos buscan unidad y continuidad; aparte del poder los gobernantes aspiran a favorecer el bien común; sumada a la fama los académicos desean acercarse a la verdad; los consumidores, como los votantes, con sus elecciones buscan no solo placer y granjerías, sino también identidades; los periodistas aspiran a las audiencias, pero también contribuir a una sociedad más informada y reflexiva; los curas, aparte de adoración, quieren acercar a la humanidad a la palabra de Dios; los artistas, aparejado al reconocimiento, sueñan con cultivar la capacidad crítica y la belleza; los empresarios, en fin, en adición al lucro, anhelan responder a necesidades y dilemas de la humanidad, o vaya uno a saber qué más.
Los humanos, además, somos humanos, no ángeles, y como tales contradictorios. El mismo Freud decía que “el hombre rara vez es íntegramente bueno o malo; casi siempre es ‘bueno' en esta relación, ‘malo' en aquella otra, o ‘bueno' bajo ciertas condiciones exteriores, y bajo otras, decididamente ‘malo' ”. Es verdad, de otra parte, que muchas veces se aducen motivos nobles para realizar actos mezquinos, y en eso caemos todos, sin distinción. Pero también ocurre a la inversa: que se declare estar actuando mecánicamente para no darse el trabajo de explicar motivaciones que pueden ser calificadas de románticas por esos dogmáticos que aseguran conocer la clave única de la acción de cada cual.
Tucídides sostenía que la actuación humana se basa en tres pasiones: la honra, que incita al deseo de reconocimiento y de gloria; el temor, que empuja a la búsqueda de seguridad, y el provecho o la avidez, que estimula el logro de bienes materiales. Recordarlo es la vacuna que falta para hacer frente a un virus más antiguo y amenazador que el covid-19: el dogmatismo.