La aprobación en general del proyecto de ley sobre eutanasia por la Cámara de Diputados es un hecho notable. Ocho años atrás no había voluntad legislativa suficiente para garantizar con claridad ni siquiera el derecho del paciente a rechazar un tratamiento. Ahora la hay para garantizar inequívocamente a algunos enfermos el derecho a una muerte asistida. En el pasado, dos gobiernos de izquierda fueron incapaces de lograr el estándar básico de autonomía del paciente. Actualmente una mayoría de diputados, que incluye a algunos de derecha, aprueba preliminarmente un estatuto inusualmente liberal incluso para estándares comparados.
El proyecto aún no es ley, pero esa votación es importante. El tabú fue removido. O, si se quiere, su remoción quedó en evidencia en el Congreso. Porque hace tiempo que la cultura chilena no vive bajo el catecismo.
La reacción de los conservadores en los medios ha sido sintomática de este cambio. Ninguno ha invocado el principio en el que basan su posición, que está formado por dos ideas simples: tenemos el deber de vivir, cualesquiera sean nuestras circunstancias, y el Estado tiene el deber de hacernos cumplir ese deber, incluso por la fuerza. Querer la muerte es tabú, porque cuestiona ese deber.
Dado que la remoción del tabú pone de manifiesto la debilidad cultural de ese principio, los conservadores desplazan sus argumentos. Nos advierten acerca de los obstáculos para la formación de una voluntad autónoma en los pacientes —como si eso no fuera un hecho largamente tratado por la ética clínica liberal— y nos señalan que la libertad de morir erosiona nuestra solidaridad con la agonía —como si ese deber impusiera a cualquier otro un costo equivalente al que impone al paciente— y nuestra comprensión de la gratuidad de la vida —como si no fuera penosa—.
Esto es hasta ahora y en la opinión pública. Porque aún les queda el último recurso: llevar el asunto ante el Tribunal Constitucional para que haga valer el principio conservador como lectura de la Constitución. Algo que para ellos es una certeza doméstica: ¿cómo podría su Constitución no estar de acuerdo con el catecismo?
Mirando ahora las cosas de frente, la remoción de un tabú cultural no es un hecho trivial, por más ingrávido que se haya vuelto todo acontecimiento. En lo que le corresponde, el proyecto enfrenta esto seriamente, identificando los casos en que procede la eutanasia y estableciendo un procedimiento para lograrla.
Hay un espectro de patologías para las cuales la seriedad del proyecto puede ser suficiente. Las enfermedades de la neurona motora han sido el paradigma: el paciente advierte con anterioridad que se encontrará en una situación futura en la que no desea seguir viviendo y declara con anticipación su voluntad de morir. Si además esa situación futura implica incompetencia mental, la declaración anticipada es la decisión que cuenta.
Pero la seriedad con que debe asumirse la transformación cultural tiene que trascender este ámbito restringido. El paciente terminal competente es un caso distinto. Lo que ese paciente desea usualmente es vivir lo que resta de su biografía sin dolor ni angustia. La seriedad aquí consiste en hacer posible esa opción.
¿Cuánto es el gasto per cápita en salud que hacen los países y estados federados que han autorizado en el mundo la muerte asistida? ¿Cuál es la cobertura de la medicina paliativa en esos países? ¿Cuáles son sus índices de gasto social en la mantención de ancianos? Estas son preguntas de cuya respuesta en nuestro caso depende la seriedad con que una ley de eutanasia abra igualitariamente opciones genuinas.
Mientras respondemos a ese desafío, los conservadores, ahora tan preocupados por la solidaridad, podrían discutir esta regla: la prolongación de la vida de todo paciente terminal tiene que hacerse en las mismas condiciones que el sistema público de salud otorga al paciente más pobre, y si el paciente desea mejores condiciones, entonces tiene que financiarlas dos o más veces atendiendo a su patrimonio, subsidiando a otros. ¿Qué mejor?
Antonio Bascuñán
Abogado Profesor de Derecho Universidad Adolfo Ibáñez y de Chile