Marcelo Espina debió dejar Colo Colo antes del sábado pasado, y por razones bien distintas las enunciadas en la carta dirigida a Blanco y Negro donde quiso justificar su decisión.

En realidad, el ex gerente deportivo debió tomar sus cosas por lo menos tres veces antes.

La primera fue cuando Blanco y Negro cambió nuevamente sus mayorías en el directorio y Aníbal Mosa retomó el control en detrimento del sector liderado por Leonidas Vial, quien tenía a Gabriel Ruiz-Tagle como su rostro en la testera de la concesionaria. Espina en ese momento debió irse, porque quedarse trabajando con el enemigo de los que lo trajeron parecía ser no una apuesta, sino derechamente una tontería. Tarde o temprano le sacarían en cara el origen de su llegada al puesto. Guerra sucia que le llaman…

La segunda ocasión en la que Espina tuvo la oportunidad de irse fue al momento de la llegada de Harold Mayne-Nicholls como funcionario de la directiva de Mosa. Aunque Mosa, Mayne-Nicholls y el propio Espina salieron a aclarar que los roles de ambos no se rozarían, era un hecho evidente que el expresidente de la ANFP —en el sui generis cargo de vicepresidente ejecutivo— asumiría roles protagónicos e invadiría campos técnicos que se suponían exclusivos del gerente deportivo. Y verlos a los dos buscando entrenador tras las partidas de Salas y de Jara, o tratando de liderar las negociaciones con el plantel durante el receso, fue la constatación de esa extraña convivencia.

La última vez en que Marcelo Espina tuvo que haber dimitido fue hace un par de semanas, cuando fue presentado oficialmente Jorge Valdivia.

El retorno del “Mago” era la prueba de que Mosa —desesperado ante la pésima temporada del equipo— optaba por el grupo de los desencantados de la gestión de Espina y no por el vilipendiado gerente técnico al que decía respaldar.

Se clavó la estaca en el corazón de la labor de Espina. Lo digno, lo sano, lo obvio, era terminar la historia.

Pero Espina eligió otro camino. Acaso por un poco de orgullo y mucho de cariño institucional (un sentimiento que pareciera no considerarse hoy en tiempos de cólera), prefirió alargar hasta el extremo un elástico destinado inexorablemente a romperse. Se iba a ir, pero por la puerta, no por la ventana.

Al final, no fue como Espina quería. En el juego sucio de los poderes internos, fue un peón sacrificado sin mayores dolores por quienes mueven las piezas.

Marcelo Espina es exhibido por ellos hoy como causante de todos los desastres, como un inepto e incapaz en la labor para lo cual se le contrató y, por cierto, se convirtió en la cabeza que hay que exhibir en la lanza ante la turba que quiere ver sangre correr.

Pero Espina debe saber que eso durará un rato no más. Primero, porque cuando se destape la olla saltará un montón de grillos que deberán pagar por sus ineptitudes. Y segundo porque el “Cabezón” seguirá en los lienzos de los hinchas por su pasado como ídolo del club. Eso no lo borra un par de malas decisiones.

Solo debe esperar a que todo vuelva a su lugar.