“Seré el primero en vacunarme con la Sputnik, para que nadie tenga miedo”. Ese fue el Presidente Alberto Fernández cuando anunció el convenio con Rusia para 10 millones de dosis de la vacuna contra el covid-19; las primeras deberían llegar a Argentina en los próximos días. Sus palabras ponen en evidencia la desconfianza, no solo en la medicina rusa, sino en la forma en que su gobierno ha manejado la pandemia.
Después de unas lamentables comparaciones con Chile, cuando todavía no se llegaba al peak de los contagios y nadie sabía cómo se desarrollaría la pandemia, Fernández ha debido enfrentar la terrible realidad de que Argentina esté ubicada entre los diez países con más contagios y tener más muertos por cien mil habitantes que Brasil y México. Su ministro de Salud, que fue embajador en Chile, ya no puede darle cifras que muestren lo bien que lo ha hecho y cómo la cuarentena más larga del mundo controló el virus. Esta pandemia ha demostrado que la humildad, reconocer las debilidades, es una mejor política para enfrentarla.
Si hace un año, cuando asumió Fernández, se auguraban tiempos difíciles, el coronavirus hizo las cosas mucho peores, pero le permitió por unos meses tener una luna de miel con el país que, feliz con el encierro, los bonos y la prohibición de despidos, le dio una popularidad impredecible: en abril, el 80 por ciento de los argentinos aprobaba al Presidente.
Hasta que la crisis económica se mostró en toda su dimensión. Las ayudas no fueron suficientes para una población que sufre pobreza en el 40 por ciento de sus habitantes y la caja fiscal ya no da más. La renegociación de la deuda ha sido lenta y cara, nadie invierte ni le presta plata a Argentina y se recurre a un “impuesto a los ricos” que, supuestamente, por única vez gravará los patrimonios de sobre dos millones de dólares. Esto afectará a unas 12 mil personas, y está presentado como “una mitigación de la desigualdad”. Que resuelva el problema es otra cosa.
Lo que se necesita en Argentina es confianza y credibilidad, dos elementos ausentes en el gobierno, que está en permanente tensión entre el sector de Fernández y el de Cristina Kirchner. Esa mala relación se vio con patética nitidez en el velorio de Diego Maradona, en la Casa Rosada. Cuando tenía la popularidad al tope, el Presidente perdió una gran oportunidad de imponer su liderazgo. Ahora pocos creen que él es quien gobierna. En una encuesta reciente, el 42 por ciento consideraba que Cristina toma las decisiones.
Fernández trata de poner temas propios en la agenda, como la refinanciación de la duda y la ley de aborto. Pero la reforma judicial (que nadie deja de pensar que es para liberar a Cristina de sus juicios por corrupción), la eliminación de los “testigos arrepentidos” (ídem), el fallido intento de expropiar la agroexportadora Vicentin y el impuesto a los ricos (impulsado por el cada vez más influyente Máximo Kirchner) tienen el sello del cristinismo.
El debilitado Presidente, que no parece haber construido una base política propia, baila al son de la música de la viuda de Kirchner. ¿O habrá que llamarla en adelante “la mamá de Máximo”?