A ratos creo que no somos conscientes de cuán importante es la libertad. Tampoco tengo claro si entendemos bien cuales son las condiciones necesarias que deben existir y mantenerse para poder ejercerla. Muchos de nosotros, sobre todo los más jóvenes, hemos vivido buena parte de nuestras vidas en un país muy próspero, en cuya base estuvo la robusta protección de nuestras libertades y de las condiciones y derechos que la hacen posible, como el derecho de propiedad. La libertad genera seres dignos y satisfechos pues posibilita el que podamos elegir el cómo llevar adelante nuestras vidas, transformarlas o mantenerlas de acuerdo con nuestras necesidades y/o gustos. Por cierto, no es la única condición necesaria para ello, pero es la condición esencial, sin la cual lo demás no existe.
Desde el estallido del 18-O, y en nombre de ciertas causas que la sociedad abraza o abrazó, muchos chilenos toleraron que a otros compatriotas simplemente se les cercenara o se les restringiera severamente su libertad. Durante meses y hasta la fecha, muchos chilenos no pueden transitar libremente por sus barrios ni desplazarse tranquilamente hacia otros, ni menos vivir en paz en ellos, pues los asola la violencia, los desórdenes públicos y el vandalismo. Para muchos comerciantes y emprendedores, la libertad para llevar a cabo su actividad económica, garantizada por lo demás en la actual Constitución, simplemente desapareció.
Más de alguno pensará que ello lleva años ocurriendo en ciertas poblaciones o territorios, tomados por el narco o la delincuencia o el terrorismo, como en La Araucanía. Cierto, pero hasta el 18-O creíamos que había un consenso de que ello no era tolerable y que era imperativo que el Estado reaccionara con mayor oportunidad, eficiencia y eficacia. Pero tras el 18-O se hizo visible que esa creencia sobre la que obrábamos estaba en buena parte errada. Y es que una fracción no menor de la población, según mostraron las encuestas, tolera la violencia para la consecución de fines diversos, aun cuando con ello se restrinjan libertades y derechos de terceros. Eso es alarmante. En una democracia liberal las libertades de todos se expresan y protegen a través del gobierno de la ley. Es una cuestión elemental, pero a cuyo respecto existe hoy bajo consenso.
Por su parte y desde el comienzo de la pandemia hemos tolerado atropellos a la libertad. Son pocos los que se cuestionan si se justifican las restricciones impuestas o si los beneficios son mayores que los costos. Los ciudadanos hemos tolerado el encierro en nuestros domicilios; los adultos mayores que se les trate como prisioneros pudiendo salir “al aire libre” en limitadísimos espacios diarios; los niños que se mantengan cerrados sus colegios y los emprendedores el embate del cierre forzado o temprano de sus negocios. Demás está decir que seguimos en estado de excepción y en permanente toque de queda. Para responder al covid-19, la política ha sido delimitar y controlar el brote mediante confinamientos, totales o parciales, poniendo en cuarentena nuestras vidas. El encierro impuesto por el Estado es resistido —en mayor o menor medida— por la ciudadanía pues ella sabe que ahora y en adelante será ella quien pague los costos. Como bien dijo un columnista en el Financial Post hace varias semanas, sea o no esencial la asistencia del Estado, es menos eficiente y más costosa para todos que si los individuos pudieran elegir los medios para satisfacer sus necesidades.
Mi punto es que hemos perdido la capacidad de reflexionar y de pensar críticamente sobre lo que nos sucede. Hemos dejado de cuestionar; a ratos, la ola de lo políticamente correcto simplemente arrasa con los derechos y libertades de terceros a vista y paciencia de todos. En otros casos, el miedo legitimo a la muerte o al contagio nos lleva a aceptar lo que nos impone el Estado sin pensar si los objetivos de quienes imponen estas medidas o de quienes las exigen están o no alineados con los de quienes las sufren. Se ha privilegiado menores muertes por covid-19 por sobre el aumento de la pobreza, de las demoras en las cirugías y de otros urgentes diagnósticos, de los problemas de salud mental y de todos los costos económicos y sociales del encierro.
Programas de información y comunicación efectivos para gatillar comportamientos responsables de los ciudadanos y así evitar la cancelación de nuestras libertades siempre han sido una opción, más compleja, por cierto, pero más compatible con la autonomía de las personas y con el principio de que el Estado está al servicio de ellas y no al revés. Nuestra libertad bien vale una reflexión.