Juan Bautista es el principal protagonista del evangelio de este domingo. Se trata del último profeta del Antiguo Testamento, de quien Jesús afirmó que era el más grande de los nacidos de mujer (Mateo 11,11). San Juan recuerda que en Betania fue él quien señaló con el dedo a Jesús (Juan 1,29) y ese día lo conoció. Todos los evangelios sinópticos comienzan la narración del ministerio público de Jesús por el reconocimiento del Bautista.
Tiene una misión de Dios: “Venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él” (Juan 1,6-7). Y aun cuando lo confunden con el Mesías, él lo niega (Juan 1,20). Es consciente de que es un instrumento (Juan 1,23) y que solo bautiza con agua (Juan 1,26).
Su fidelidad a la enseñanza de Dios fue heroica y sufrida: tomado preso por su predicación, es ejecutado al defender la indisolubilidad del vínculo matrimonial.
Paradójicamente en la historia del cristianismo, los que confiesan y dan su vida por Jesucristo no hacen vacilar a los otros bautizados en la fe. Por el contrario, como afirmaba Tertuliano en un período de persecución: “La sangre de los mártires es semilla de cristianos”. El escándalo de la Cruz es “fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Corintios 1,24).
En las persecuciones de los tres primeros siglos, fueron muchos los creyentes que dieron un gran testimonio de fidelidad. Pero esto no fue siempre así,
hubo también bautizados que, por salvar sus vidas, sus bienes, su situación social, su familia… apostataron. En ese grupo no faltaron algunos pocos sacerdotes y obispos. A todos ellos se les llamó“lapsi” (los que han tropezado).
Terminado el período de intolerancia, surgía la pregunta: ¿Qué hacer con estos lapsi que ahora están arrepentidos? Unos afirmaban que no podían ser reincorporados a la Iglesia, y otros, en cambio, que sí podían ser perdonados, reintegrados a la comunión después de hacer un tiempo de penitencia.
“Jesucristo nunca invitó a fomentar la violencia o la intolerancia… el Evangelio pide perdonar «setenta veces siete» (Mateo 18,22) y pone el ejemplo del servidor despiadado, que fue perdonado, pero él, a su vez, no fue capaz de perdonar a otros (Mateo 18,23-35)” (“Fratelli tuti”, Nº 238).
Una vez arrepentidos, nosotros no podemos juzgar a aquellos que “tropezaron”. El ejemplo de Cristo nos lleva a comprender, perdonar y ayudarlos a que su contrición llegue hasta la raíz —que en algunos casos ellos mismos se “perdonen”—. Jesús, después de la traición de los apóstoles —menos Juan—, da a todos una nueva oportunidad que los arrepentidos aprovecharon.
El lapsi no olvida que con Juan Bautista le une la misma responsabilidad: “Dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él” (Juan 1, 6-7). Ahora
será su conversión un testimonio para que los demás crean en el Señor. Porque el otro gran dolor de los lapsi era el escándalo y mal ejemplo que habían dado.
En los primeros siglos, cuando un bautizado cuestionaba, o no quería vivir con plena fidelidad la enseñanza de Jesús en todas sus circunstancias, se salía de la comunidad y formaba otra. Ahora, algunos se quedan dentro con el afán de que Jesús y su enseñanza se adecue a su pensamiento, y no ellos convertirse a Cristo.
Juan Bautista no quería reemplazar, corregir o reinterpretar a Jesús, él estaba para ser su testigo: “No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz” (Juan 1,8). Este papel, que todos los bautizados tenemos, y que para algunos parece anodino y poco significante, se llama fidelidad. Es motivo de alabanza en la Escritura: “Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor” (Mateo 25,21).
“Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz”.
(Juan 1, 6-8)