Corría 2012 y un profesor, arquitecto y ciclista en estas mismas páginas escribía, a propósito de la soberbia automovilística: “Predigo que en corto tiempo el ciclismo urbano va a tener un crecimiento explosivo. Mientras más agobiante sea andar en auto o bus para distancias relativamente cortas, más gente decidirá subirse a la bicicleta. Santiago es ideal para ello; tiene una pendiente moderada (excepto el pie de monte) y el clima es templado. Las autoridades deberían estar ya de cabeza materializando una red de ciclovías inteligentemente diseñadas para el transporte diario de miles de ciudadanos, a buena velocidad, seguras y sin obstáculos, y no para paseos dominicales, como tan equivocadamente lo han hecho hasta ahora. Es cierto que ha surgido una nueva generación de ciclistas incivilizados, desconsiderados con el peatón en la vereda: hay que atajarlos. Pero también es cierto que ninguna autoridad ha intentado poner orden, educar y mejorar sustancialmente las condiciones de los ciclistas urbanos, quienes damos un ejemplo de fe y optimismo frente al panorama adverso de la vialidad, el transporte y el espacio público”.
Vale la pena insistir sobre el ciclismo urbano en estas páginas. En pocos años su aumento ha sido vertiginoso, impulsado además por el distanciamiento físico de la pandemia. Hoy se estima que 10% de la población metropolitana utiliza la bicicleta como medio principal de transporte, con 1,5 millones de viajes diarios tan solo en Santiago. ¡Son cifras increíbles! Los kilómetros de ciclovías se han duplicado en una década, aunque todavía sin los estándares adecuados, ni configurando una red suficientemente conectada, ni mucho menos cumpliendo las generosas promesas políticas al respecto. Al mismo tiempo, una encuesta del Ministerio de Transporte revela que los principales peligros percibidos por los ciclistas son el comportamiento irresponsable de choferes de buses de transporte público y taxis. Más de 85 ciclistas han muerto atropellados en 2020, y de ellos, 10 en accidentes con buses; una cifra altísima y espantosa.
La bicicleta es hoy, por fin, un medio de transporte más, tan importante como cualquier otro. La infraestructura pública, la reglamentación vial, la fiscalización y los programas de educación deben estar dirigidos a todos por igual, pero con particular énfasis en la protección de las personas y de los medios de transporte más vulnerables. Mientras antes se haga, mejor. Es inexplicable que todavía no hayamos visto una campaña masiva y efectiva de educación vial para los miles de nuevos ciclistas que ocupan calles y veredas; aunque la verdadera deuda está en concientizar a choferes de vehículos motorizados con que la calle no es de su exclusiva propiedad, y que el principio de la “convivencia vial” significa, ni más ni menos, salvar vidas.