El capitalismo tiene una virtud incontestable: sabe asumir las críticas y transformar las nuevas demandas en oportunidades. Esta capacidad de cuestionarse y renovarse es lo que lo ha vuelto imbatible.
Pasada la borrachera que sucedió a su triunfo sobre el socialismo soviético y sacudido por la crisis de 2008, el capitalismo ha venido interrogándose si acaso su forma actual, el llamado neoliberalismo, no lleva inevitablemente a un incremento exponencial de las desigualdades, a un daño ambiental irreversible, a una pérdida de adhesión en la población y, por esta vía, a la destrucción de las democracias.
Dos premisas se han vuelto especialmente controversiales: que la economía descansa en leyes propias que no deben ser objeto de deliberación moral ni intervención política, y que la responsabilidad social de la empresa es únicamente aumentar las ganancias de los accionistas. Tras ambas está la figura de Milton Friedman, y de ahí que no sea extraño que la misma sea objeto de vivas polémicas. Entidades sacrosantas del capitalismo mundial, como el Foro de Davos y la organización que reúne a los altos directivos de las principales compañías estadounidenses, han anunciado su ruptura con Friedman. Las empresas, declaran, deben actuar en función de todas las partes interesadas (como clientes, colaboradores, comunidades y localidades) y no solo de sus accionistas. Deben, a su vez, sumarse a objetivos que las trascienden, como la protección del planeta y la salud de la población, el avance hacia un sistema económico más justo, el gobierno de las tecnologías y el reentrenamiento de la fuerza laboral. Iniciativas como Imperative 21 van aún más lejos, y proponen que el liderazgo y la propiedad sean más representativos.
La reflexión y el debate han llegado también a nuestras fronteras. Como somos propensos a endiosar ideas del extranjero —y cuando se trata de economía y negocios, en especial del mundo anglosajón—, como un día se importó a Friedman ahora podría expulsársele. No obstante, si el propósito es hacer una reflexión que renueve las raíces del capitalismo y la empresa en Chile, haríamos bien esta vez en prestar más atención a nuestras propias raíces histórico-culturales; entre estas, una que posee enorme profundidad e influencia en nuestro medio: el magisterio de la Iglesia Católica.
Mucho antes que Davos o Wall Street, la Iglesia ha señalado que los fines de la economía, de la empresa y de la propiedad son la persona humana y el bien común. Como indicara Benedicto XVI en Caritas in veritate, “el sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente”. La empresa, por ende, es por encima de todo una “relación entre personas” que colaboran entre sí bajo condiciones dignas y justas para contribuir al bien común, razón por la cual “no puede tener en cuenta únicamente el interés de sus propietarios, sino también el de todos los otros sujetos que contribuyen a la vida de la empresa: trabajadores, clientes, proveedores de los diversos elementos de producción, la comunidad de referencia”.
En Fratelli tutti, su encíclica más reciente, Francisco advierte que “si alguien cree que solo se trataba de hacer funcionar mejor lo que ya hacíamos, o que el único mensaje es que debemos mejorar los sistemas y las reglas ya existentes, está negando la realidad”. Chile parece haberlo escuchado: así lo prueba la exigente terapia del proceso constituyente. El capitalismo y la empresa chilena deben sumarse al camino en marcha y acostarse también en el diván. Para hacerlo en serio, en lugar de importar nuevos enfoques que obedecen a contextos diferentes, debiera echar mano al legado de nuestro propio patrimonio cultural, el cual está marcado —para bien o para mal— por el pensamiento católico. No es cuestión de fe, sino de sostenibilidad.