Este domingo, el segundo de Adviento, se nos presenta el inicio del Evangelio de San Marcos, el cual comienza con la figura de Juan Bautista con un bautismo de conversión en el río Jordán. Quien era bautizado debía pasar desde el otro lado del Jordán, como signo del territorio pagano, hacia la Tierra Prometida, como lo había hecho Josué en la antigüedad con el pueblo de Israel.
Sumergirse en el agua, que es lo que significa bautizar, era signo de un cambio de vida y de mentalidad, dejando atrás el hombre viejo y entrando en una vida nueva. Pero a pesar de la buena intención, Juan es consciente de que ese bautizo es externo, con un agua que limpia por fuera. Es entonces donde anuncia que habrá un nuevo bautismo, el de Cristo, el cual será con el Espíritu. ¿Qué significa esto? Que la renovación que Cristo trae es interior, una vida nueva que recorre nuestro ser por dentro. Ya no es un agua que limpia por fuera, sino una fuerza divina, el Espíritu, que recorre nuestro interior como la savia de un árbol, llenándonos de su vida.
Nos viene muy bien esta propuesta durante el Adviento. En nuestra sociedad actual, frente a las dificultades, tendemos a buscar soluciones que por fuera calmen la situación, pero seguimos con la misma mentalidad y forma de vida. Pienso en los desafíos que vivimos en este último tiempo. Algunos piensan que la solución al desafío social estará en una nueva Constitución; otros piensan que la solución a la pandemia estará en la vacuna. Es verdad que estos, al igual que otros muchos, son esfuerzos de la sociedad y de la ciencia que nos ayudan a vivir mejor. Pero nada se soluciona verdaderamente si no cambiamos nuestra mirada y nuestro corazón. El cambio exterior requiere de un cambio interior en nosotros. Un cambio en la institucionalidad, si no va acompañado por un cambio en nuestra forma de convivencia fraterna y colaborativa, de aceptación del otro, de sentirnos necesitados unos de otros y donde nadie sobra, no logrará solucionar el profundo conflicto social que vivimos. Igual cosa con la pandemia, que nos ha visibilizado conflictos profundos de nuestra sociedad. La preocupación por nuestros abuelos, por nuestros enfermos y por los más necesitados, la necesidad de encontrarnos, darnos tiempos para fortalecer los lazos familiares, colaborar solidariamente para que otros vivan mejor, son todos elementos que no los soluciona la vacuna.
El tiempo del Adviento nos ayuda a comprender que hay importantes elementos de nuestra sociedad en los cuales estamos al debe. Es cierto que debemos intervenir con lo mejor que tenemos para enfrentarlos. Pero necesitamos de una trascendencia que no la da ninguna Constitución ni vacuna. Necesitamos de Dios en nuestra vida. Él nos ayuda a comprender que una realidad distinta es posible. Como lo escucharemos del profeta Isaías en este tiempo, “el desierto se convertirá en un vergel”, “el lobo habitará con el cordero” y “se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos”. Son los deseos profundos del corazón humano que en Cristo encuentran su cumplimiento. Por eso brota el grito tan propio del Adviento: “Ven, señor Jesús”.
Marcos inicia así su Evangelio, pues quiere contar, a través de la vida y mensaje de Cristo, sobre todo a través de su muerte y resurrección, en qué consiste esa propuesta de mundo nuevo, a la cual nos introducimos cambiando nuestra mente y nuestro corazón. Saquemos todo aquello que le impide al Señor entrar en nuestras vidas: preparemos el camino al Señor.
A pesar de las restricciones sanitarias, esta semana celebraremos la importante fiesta de la Inmaculada Concepción. En ella miramos a María, la primera en vivir como mujer nueva, desde su misma concepción, en esta propuesta de humanidad que trae Cristo. Al mismo tiempo, ella es imagen de la espera gozosa de la venida del Señor. Con ella decimos: “Ven, señor Jesús”.
“Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos”.