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Editorial
Martes 01 de diciembre de 2020
Certeza institucional
Una cierta forma de hacer política tiende a justificar todo aquello para lo que se cuente con los votos suficientes, con independencia de su mérito o consecuencias.
Un transversal rechazo ha recibido el proyecto de reforma constitucional presentado por diez diputados de oposición que buscan adelantar para abril las elecciones presidenciales y del Congreso. Si bien dicho rechazo es una buena señal de compromiso con las reglas establecidas en la Constitución vigente y con el itinerario trazado a partir del plebiscito de octubre, el episodio es revelador de hasta qué punto se empieza a hacer una constante por parte de algunos parlamentarios el intento por socavar toda institucionalidad, con el propósito de conseguir ciertos objetivos políticos. Lo que ha venido eufemísticamente en llamarse un “parlamentarismo de facto” es en realidad la muestra de una disposición de progresiva erosión institucional, que pone en riesgo el proceso constituyente y desoye lo que fue aprobado por la ciudadanía. El marco para la discusión del régimen político chileno es precisamente la Convención aprobada por la amplia mayoría de los chilenos el 25 de octubre, y la seriedad del proceso se juega no solo respetando las reglas establecidas para su funcionamiento —quorum, número de comisionados, instancias de reclamación, etc.—, sino también acatando en plenitud la institucionalidad vigente, en el marco de nuestro Estado de Derecho.
En el último tiempo, a partir de una serie de resquicios, diversos parlamentarios han procurado menoscabar la figura del Presidente de la República y sus atribuciones, promoviendo desde un atropello a sus iniciativas legales exclusivas (como en las leyes que comprometen gastos fiscales o se refieren a materias previsionales) hasta intentos —como en el caso del proyecto en cuestión— por impedir que el Presidente elegido democráticamente pueda terminar su mandato legal. Argumentos recurrentes respecto del cambio de circunstancias, el malestar y desconfianza ciudadana y una larga lista de ataques apalancados en los resultados de las encuestas han parecido excusa suficiente para intentar desconocer el estatuto constitucional de la figura presidencial. Parece subyacer finalmente a estas iniciativas una cierta forma de hacer política que se ha venido instalando en el país, que tiende a justificar el hacer todo aquello para lo que se cuente con los votos suficientes, con independencia de las consecuencias institucionales involucradas. De acuerdo con esa visión, si existen bastantes votos, por ejemplo, para censurar a la mesa de la Cámara o para acusar constitucionalmente a un ministro, ello se transforma en un mecanismo legítimo, sin reparo por las consecuencias institucionales y con independencia del mérito efectivo de aquello que se impute a esas autoridades.
Resulta imprescindible que los actores públicos asuman sus funciones responsablemente, sin buscar obtener dividendos pequeños a partir de situaciones excepcionales, especialmente cuando existe un proceso constituyente en ciernes. Es inherente a este último un cierto factor de incertidumbre; corresponde evitar que esta se exacerbe, en un momento, además, de dura crisis económica y cuando el país necesita certezas mínimas para reactivarse. Solo un sistema político a la altura de estos desafíos posibilitará crear el ambiente propicio para la generación de un nuevo cuerpo constitucional, sin que las presiones de la calle o las tentaciones del populismo consigan ponerlo en riesgo o transformarlo en una trinchera ideológica.