La buena política posee para la comunidad humana el mismo carácter imprescindible que un tubo de oxígeno para alguien con severos problemas respiratorios. Los países y sus ciudadanos necesitan de este ejercicio razonable, dotado de una autoridad efectiva por parte de líderes sensatos, guiados con convicciones en favor del bien común y no en pos de ideologizados experimentos particulares; dirigentes, por tanto, dispuestos al diálogo inteligente, incluso al amparo de una “amistad cívica” entre personas que comprenden que las naciones no son territorios para ensayos irracionales que amenacen su paz interna, su estabilidad política, su orden económico y jurídico. Una política, por consiguiente, que resuelve sus conflictos sin avivar la hoguera de la discrepancia y sin agudizar la odiosidad entre compatriotas.

La buena política, en consecuencia, es lo contrario de la chacota, de la improvisación, de la banalidad que “celebra” la polarización y que da rienda suelta a la provocación. También la democracia requiere de madurez, de solidez institucional y de un Estado de Derecho que funcione por la fuerza de la ley y no por la fuerza de la funa. Sin estos mínimos, en pocos años los países retroceden de modo significativo. Como decía Konrad Adenauer, es muy importante que “los políticos tengan razón a tiempo”, pues, si no, pienso yo, el costo lo pagarán las próximas generaciones.

Rodericus