Se modificaron algunas reglas del fútbol, de esto no hace mucho, y desapareció uno de los viejos rituales, algo de uso común y silvestre, que nunca llamó a la alarma ni a la molestia, porque así era como se ponía en marcha el fútbol.
Un partido se reanudaba con la pelota puesta en una esquina del área chica, para que el portero la golpeara con fuerza y ganas. Y si no era él, entonces alguno de los centrales, el de pierna más recia y dura, para que partiera lo más lejos posible, un viaje hasta la mitad de la cancha y más allá, donde se internaba en el campo rival, alguien la peinaba, a lo mejor lograban controlarla, hasta podía resultar pase y, en fin, se instalaba el juego donde los contrarios, a unos 60 metros del área grande y propia.
Ahora no.
Ahora se sale jugando, y el gran problema de los equipos chilenos es que juegan mal.
Para salir jugando hay que hacerlo bien, pero si no están dadas esas condiciones, no es más que un ejercicio teórico que se enfrenta con la dura realidad: perderla al toque, no llegar a los tres pases seguidos, extraviarse al borde del área propia o finalmente despejarla a lo alto y desesperadamente, porque ya no hay otra.
No hay condiciones para salir jugando y eso explica el sufrimiento de los hinchas, y no digamos de los fanáticos de Unión Española, que con Wanderers y en el primero que les hizo O'Higgins, fueron testigos del drama: salieron jugando y la perdieron de inmediato, lo que es normal, porque lo nuestro es a medias y a trompicones, además de nerviosos e inexactos, y porque los jugadores son conscientes de sus condiciones limitadas, donde pedirles que salgan jugando es meterlos en un zapato chino.
El verso probablemente se recitó a partir del Barcelona de “Pep” Guardiola, se nutrió con la repetida idea de la importancia de un portero con buen pie y se memorizó con el cambio de reglas que crearon las condiciones para meter a tantos jugadores chilenos en el infierno del salir jugando.
La verdad parte en las prehistóricas pichangas, donde el que jugaba atrás devolvía la pelota al partido y el mecanismo era con la dureza del empeine, pero también se permitía puntete o puntín, según los siúticos.
Lo de la puntería era una segunda exigencia, siempre que no se fuera de la cancha, eso sí, pero lo esencial era que la mandara más allá de la línea central.
Ese jugador no era terco ni tonto ni ignorante y desde luego no salía jugando, porque no se creía el cuento y se mantenía dentro de sus dos fronteras: virtudes y limitaciones.
Era un jugador que se conocía a sí mismo y esa es la mejor condición de cualquier futbolista.