Durante este año hemos estado crecientemente en “vela”, atentos a una pandemia que nos ha cambiado buena parte de nuestro modo de vivir. La mascarilla, la distancia social, el lavado de las manos y tantas otras medidas, justamente, son signos de un estado de “vigilia” forzado para no contagiarnos y no contagiar. La pandemia ha logrado concentrar nuestra atención de una manera impresionante y redireccionar nuestra forma de vida.
Analógicamente, esta situación descrita nos ayuda a comprender algo más del sentido de la vigilancia que debe animar la vida de la Iglesia. Ya las primeras comunidades cristianas vivieron muy atentas a la pronta venida del Salvador, porque existía la convicción de que este no podía tardar. Vivían tan atraídos por el Señor, a quien querían encontrar de nuevo, que su vida era en “modo” vigilia. La radicalidad, el dinamismo evangélico, la caridad sincera y la disposición a la entrega total, hasta el martirio, son signos de una comunidad atenta y vigilante.
Las coordenadas descritas explican por qué el concepto “velad” se convirtió en una clave para la transmisión de la fe. Los evangelios la repiten constantemente: “vigilad”, “estad alerta”, “vivid despiertos”. Según Marcos, la orden de Jesús no es solo para los discípulos que le están escuchando. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: Velad (Mc. 13, 37). No es una llamada más.
La orden es para sus seguidores, de todos los tiempos, a quienes invita a no bajar los brazos, a no descuidarse, a no perder la atención y la tensión en vista al Reino de Dios y su justicia.
Sin embargo, cuando los años pasaban y la venida del Señor se demoraba, empezaron los problemas en las comunidades. A medida que el tiempo transcurría comenzaron a experimentar su propia fragilidad manifestada en la relajación de las costumbres y en el enfriamiento del primer ardor. Con el tiempo, aquellas pequeñas comunidades fervorosas comenzaron a experimentar la indiferencia y el olvido, con la consecuente despreocupación por la espera.
De ahí que el Adviento resulte tan valioso y un verdadero ayuda memoria sobre la esencia de la fe. Este tiempo busca revitalizar y avivar en nosotros, justamente, el sentido de la vigilancia, tan evidente en la Iglesia primitiva, pero progresivamente debilitado, invitándonos a hacer memoria de la primera venida del Señor en la carne, pero pensando ya en su vuelta definitiva.
Este “modo” vigilia, al que nos invita el Adviento, conlleva consecuencias prácticas en el hoy de la historia y una invitación a la conversión para quien quiera recibir al Salvador. Estar atentos implica acoger la invitación
a no dejarse abrumar por la tentación del desánimo, por la falta de esperanza o por la decepción; y al mismo tiempo, estar atentos implica rechazar tantas vanidades de las que se desborda el mundo y detrás de las cuales, a veces, se sacrifican tiempo y serenidad personal y familiar. Como dice Francisco, “estar atentos y ser vigilantes son las condiciones para permitir a Dios irrumpir en nuestras vidas, para restituirle significado y valor con su presencia llena de bondad y de ternura”.
Finalmente, esta invitación del Adviento está signada por la esperanza. En el corazón de cada uno de nosotros existe la certeza de que el Salvador viene y que debemos estar preparados. Lejos de provocar angustia o tribulación, la venida del Salvador agita nuestro corazón para que, esperanzados y gozosos, nos movilicemos hacia él viviendo la caridad, siendo fieles a los mandamientos y buscando en todo al Señor y su justicia.
En un tiempo en el cual la esperanza no ha sido fácil, ni la atenta espera del Señor una constante, el Adviento aparece como una providencial invitación a volver al centro y revitalizar nuestra natural vocación de centinelas.
¡Feliz Domingo!
“...estén vigilantes, porque no saben cuándo regresará el dueño de casa...”.
(Mc. 13, 36).