Diego Armando Maradona, entonces, era más grande que la vida.
No tanto por capacidades sobrehumanas, de hecho se murió, sino por lo contrario: demasiado humano, más de lo recomendable, arriesgadamente humano, y claro que se comió la fruta, la manzana mentada, la del comienzo de las cosas, la simbólica, por tanto pecador, tentado, fiestero, débil, caprichoso, impenitente, derrochador, hablador, caído al litro y a los vicios.
Un gran prometedor de promesas, como la mayoría.
Nunca más, pero volvía a lo mismo.
Ahora si que sí, pero era no.
Recuperado, pero solo para empezar renovado.
A Maradona se le perdonaba todo, porque a cualquier ser humano en sus circunstancias de talento, fama y dinero, le podría haber pasado. A la mayoría, porque siempre habrá alguien raro, pero digamos que el destino lo quiso así y le pasó a él.
Lo primero es ver lo que hizo, una parte no más: futbolista excepcional, 10 inolvidable, estrella en Nápoles y campeón del mundo en México y dos goles divinos contra Inglaterra, donde uno lo hizo él y el otro lo convirtió Dios.
En el siglo pasado fue lo que fue.
En este siglo, y un poco en el anterior, para qué estamos con cosas, un rosario de clínicas, desintoxicación, tratamientos, bypass y desde luego depresión, porque así es el hombre imperfecto: un día se arrepiente y pide perdón, y al otro día los manda a buena parte, porque prefiere seguir en la suya.
No era un inmaculado al que al poco andar le descubren la mácula o el iluminado no por la santidad, sino por la perversión. Era el que era. Un argentino memorable que quería a Argentina sin dudas, y algunos argentinos, tenían dudas, pero igual lo querían.
Con ese buzo elástico que apenas le entraba y alguien que no medía las consecuencias, sino tan solo lo que le venía en gana. Como partir a Bielorrusia y ser presidente del Dinamo de Brest, por un día o para siempre, que en el fondo es lo mismo, y recorrer la pista atlética sobre un tanque anfibio, un Overcomer Hunta.
Maradona el hombre imperfecto, que en vez de ir contra la naturaleza, seguía su corriente, a veces rápidos y en ocasiones remansos, pero ahí estamos otra vez: cayendo, pecando, intoxicándose, desde luego equivocándose.
Maradona se fue a Culiacán, México, y vivía en el hotel más lujoso de la ciudad, rodeado de guardaespaldas, desde donde entrenaba a Dorados de Sinaloa, alguna vez bailó en el camarín, con el ritmo que mantenía en la memoria y algo se acordaba.
Los de Gimnasia y Esgrima de la Plata, el club donde era entrenador, sabiendo que caminaba apenas, cojeaba siempre y no podía moverse sin apoyo, le instalaron un trono en la cancha, con los colores del club y las brillantes iniciales DM.
Maradona era una presencia y no una armónica, en absoluto, al contrario, una torcida por las dolencias, inflada por lo que comía o bebía y con una voz balbuceante e inaudible.
El futbolista y entrenador argentino Diego Armando Maradona, entonces, se murió a los 60 años.
¿Quién diría que vivió esa cantidad de tiempo?
Nadie, por supuesto.
Era maravillosamente imperfecto y peligrosamente humano.
Era más grande que la vida.