Nunca pude llamarlo “Diego”. Para mí, el primer nombre ha estado reservado solo para el ídolo máximo, Leonel.
Pero qué importa, si Maradona, ese apellido único, tiene la música que le ha permitido ser inconfundible. Quizás esas cuatro sílabas mágicas, “ma-ra-do-na”, pronunciadas con la pausa que merece el genio, basten para su inmortalidad.
Y ya que me dan la oportunidad de hablar de fútbol, voy a vincular a Maradona con el modo en que entiendo la más grande manifestación de la cultura humana, “el juego de la pelota” (los operáticos se enfurecen, los urbanistas me desprecian, los filósofos se tapan los oídos ante mi blasfemia).
¿Perfección de ese juego? Sí, porque el fútbol articula como nada sobre este mundo lo lúdico, lo bélico, lo ético y lo estético.
Y el fútbol de Maradona fue la perfección de lo lúdico. Invento, locura inesperada, desafío de la ley de los espacios ocupados, aprovechamiento máximo de las limitaciones del cuerpo adversario y del ojo arbitral. Quizás Maradona ha muerto porque ha llegado el VAR, el asesino del juego, este “Hermano mayor” que ni Orwell habría imaginado, la intromisión de una voluntad extraña, invasora, en el ambiente donde todos antes tenían paridad y se sentían en su casa: el bendito rectángulo.
Además, el carácter de Maradona —el de la cancha, que es el que nos convoca— tenía toda la fuerza bélica que exige la capitanía de una de las más gloriosas selecciones del planeta. Mandón con sus compañeros, implacable con la debilidad del rival, que haya sido el líder del equipo campeón de Bilardo en México, revela que asimiló toda la fuerza que, a su vez, Zubeldía imprimió en ese inolvidable Estudiantes de la Plata 1967-70.
En la dimensión ética del fútbol, seguro que los críticos del Maradona-personaje —entre los que yo también me cuento— podrían esgrimir uno tras otro los argumentos sobre palabras o comportamientos que lo descalificarían moralmente. Pero esa es pelota de otro juego. Dentro de la cancha, Maradona era solidario con los restantes 10 de sus colores, el primero en correr a un costado para provocar un lateral del rival, el que nunca bajó los brazos ante esa insulsa Alemania del 90, y el más sincero al llorar las consecuencias del penal aquel.
Y nos queda lo estético, lo máximo. Yo no vi jugar a Moreno; a Di Stefano una vez; al Negro Rey Pelé unas cuantas (sí, en el 4-3 de la U, sobre Santos); a Messi, miles de horas... Ninguno ha logrado que su apellido sea un verbo descriptor: maradonear. Cultivó dos estéticas inigualables en su andar por la cancha: el zigzag (o sea, el maradoneo llevado a la perfección en el gol a Inglaterra) y la verticalidad (mil ejemplos, pero quizás baste recordar cómo avanzó 30 metros en línea recta para dejar solo a Caniggia frente al arco de Brasil en el 90).
Que haya amado a Boca, enfureció a los de River; que haya dirigido a Gimnasia, nos distanció a los pincharratas; que sus últimos pasos en las canchas fueran casi los de un inválido, ensombrecía su imagen. Y tantas cosas más
Pero el olimpo del deporte perfecto le perdona todo a esas cuatro sílabas, ma-ra-do-na, cada vez que en un video lo vemos enfilar hacia adentro, hacia donde hay que ir para ganar.
Maradona, Maradona, Maradona... gol.
Gonzalo Rojas Sánchez