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Editorial
Domingo 22 de noviembre de 2020
La semana política
Es cuestionable el afán electoralista que parece mover a muchos parlamentarios de la centroderecha, pero también el Gobierno ha fallado en entregar señales claras y oportunas.
Ausencia de un liderazgo ordenador
Resulta curioso el modo en que algunos congresistas se refieren al “parlamentarismo de facto” que se va instalando, cual si describieran un fenómeno inevitable y no el resultado de sus propias acciones.
Fue en marzo cuando el entonces presidente del Senado acuñó el término, afirmando que “si Piñera quiere seguir gobernando”, debía aceptar esa fórmula. En rigor, la ofensiva del Congreso por asumir de hecho facultades exclusivas del Presidente de la República venía desarrollándose desde antes, con la desnaturalización de las acusaciones constitucionales y el avance de proyectos contrarios a la Carta Fundamental. Este año, sin embargo, la aprobación del primer retiro de fondos previsionales consolidó una nueva fórmula: la de eludir las limitaciones que el régimen político impone al Congreso por la vía de agregar a la Constitución disposiciones transitorias que contrarían su articulado permanente. Más allá de una insólita banalización de la Carta Fundamental —hay ya en trámite reformas incluso para postergar el pago de patentes comerciales—, se trata de un abierto desafío institucional que pone en cuestión algunas de las bases con que históricamente ha operado nuestro sistema político, en particular las facultades que permiten al Ejecutivo ejercer responsablemente la administración financiera del Estado. Han terminado confluyendo en esta estrategia el interés de parlamentarios por mejorar su posicionamiento y el ímpetu de sectores radicalizados por avanzar en desmantelar el modelo de desarrollo.
El Gobierno ha señalado su rechazo a esta ofensiva, pero las posibilidades de enfrentarla con alguna eficacia dependen críticamente de su capacidad para conducir a su propia coalición. Siendo ya datos de la causa el ánimo obstruccionista de una parte de la oposición y la irrelevancia en que ha caído la centroizquierda más dialogante, cabe al menos demandar de La Moneda un liderazgo ordenador de sus propias fuerzas. Este se encuentra hoy en duda. Por cierto son cuestionables la irresponsabilidad y el afán electoralista que parecen mover a muchos parlamentarios de la centroderecha, pero también el Gobierno ha fallado en entregar señales claras y oportunas. La discusión del segundo retiro de fondos previsionales ha hecho eso patente, con ministros contradiciéndose entre sí al punto de hacer difícil discernir la posición del Ejecutivo. Este ha terminado presentando su propio proyecto, en un intento por ordenar a sus filas y defender el principio de la iniciativa exclusiva. La apuesta es compleja, pero en cualquier caso no ha habido un relato coherente que explique a la ciudadanía por qué se ha pasado de calificar los retiros como una mala política a señalar que La Moneda no se opone a ellos y que su crítica solo apunta al mecanismo con que se quiere hacerlos.
Resolver contradicciones
Aun la posibilidad de llevar este tema al Tribunal Constitucional hace evidentes otras contradicciones. Parece legítimo y necesario que ese organismo se pronuncie respecto de la fórmula que está utilizando el Congreso para desconocer las facultades del jefe de Estado. Sin embargo, cuesta entender por qué, si no se hizo aquello a propósito del primer retiro —que las autoridades se apresuraron en promulgar—, esta vez sí se daría el paso. No menos contradictorio es el hecho de que en el propio gabinete participan hoy figuras que antes, con su voto ratificatorio, avalaron el procedimiento que La Moneda buscaría ahora controvertir.
Acosado por una oposición que intenta imponer una lectura confrontacional del resultado plebiscitario y para la cual incluso señales como el cambio del general director de Carabineros son insuficientes —llegando en el caso del PC a pasar por alto toda consideración democrática y pedir el término del actual mandato presidencial—, la capacidad del Ejecutivo para garantizar gobernabilidad en este período tumultuoso supone resolver esas contradicciones y a partir de ello recuperar su papel ordenador.
El sistema electoral, factor disruptivo
El desarrollo de este conflicto ha alimentado las discusiones sobre el régimen de gobierno, de cara al proceso constitucional. Menos atención se presta, sin embargo, al que sea tal vez uno de los factores más decisivos en el actual entrabamiento institucional: un sistema electoral que ha favorecido la fragmentación y que —en un cuadro de alta conflictividad— no solo impide al Gobierno conseguir acuerdos, sino que dificulta la conformación de cualquier mayoría cuyo fin no sea simplemente confrontar al Ejecutivo, como lo demuestra el que este año la oposición, numéricamente superior, no haya logrado concordar una fórmula para que uno de los suyos encabece la Cámara.
Con 16 partidos más 18 independientes, diputados electos con mínimas votaciones pueden ejercer un poder de veto y chantaje inusitado, en una dinámica que incentiva las conductas irresponsables y entorpece la discusión seria de materias complejas. En un escenario así, ni el presidencialismo ni modelo parlamentario alguno pueden funcionar razonablemente.