No es fácil vivir bajo el imperio del relativismo ético, en la ausencia total de un acuerdo respecto al bien y al mal, sin premisas morales compartidas, ni virtudes que deban ser transmitidas de generación en generación. En consecuencia de ello, sin esa cohesión cultural mínima que es indispensable para la convivencia civilizada.
Sin un pacto en torno a lo que es correcto en una democracia y qué prácticas son inaceptables, no hay institución que pueda garantizar el funcionamiento adecuado de la comunidad política. En los últimos tiempos se han violado normas éticas indispensables para el funcionamiento de la democracia, cuyo objetivo es dirimir los conflictos legítimos de una sociedad plural por medio de la discusión racional, sin violencia ni amenazas de violencia. El Congreso ha legislado sometido a la presión de la fuerza de la calle; se ha atemorizado a la población con actos insurreccionales de una devastación sin precedentes; se han difundido impunemente amedrentamientos contra la vida de las más altas autoridades de gobierno; se han atropellado normas explícitas de nuestra Carta aduciendo que son medidas excepcionales por una vez, y a poco andar se ha reincidido.
Actualmente, la oposición intenta alterar elementos esenciales de la reforma constitucional acordada en noviembre y refrendada por el pueblo soberano: los quórums, la composición de la Convención, el número de convencionales, sus atribuciones y los límites a sus prerrogativas. Todo ello, en varios casos, con el concurso de la izquierda supuestamente democrática.
Sin embargo, ha surgido un fantasma peor que el relativismo ético, que es el “relativismo fáctico”, ese que ha abolido las fronteras entre la verdad y la mentira, entre la realidad y la fantasía, entre lo que es y lo que se cree que es, entre lo que son los hechos y lo que es la percepción subjetiva de los mismos. Esto nos sumerge en lo que, imagino, es la escisión esquizofrénica que impide toda posibilidad de una discusión racional de buena fe. El Congreso, y en casos emblemáticos con la ayuda de muchos de Chile Vamos, ha violado una y otra vez las normas constitucionales con medidas que recuerdan aquellos “resquicios legales” de triste memoria. Peor aún, el retiro de los fondos previsionales tiene como propósito explícito lograr por la vía de los hechos consumados aquello que no se ha podido hacer por la ley, pero se promueve en nombre del “hambre del pueblo”. Pero los hechos —en caso de que a alguien todavía le importen— son: el retiro no alivia la situación del 30% de trabajadores, que son informales y no tienen ahorros acumulados; beneficia desproporcionadamente a los más ricos sin caídas en sus ingresos, los cuales, además, no pagarán impuestos por esa renta; se justifica aduciendo que el Gobierno ha sido deficiente en destinar recursos para paliar los efectos de la pandemia, aunque hemos sido el país de Latinoamérica que ha comprometido más gasto fiscal en ella. Ahora, de todo esto, lo que más me hace sentir que vivo bajo un realismo mágico sin puntos de referencia claros, es que quienes han promovido estas medidas son hoy día los personajes políticos mejor evaluados de la nación.